I. Segunda guerra mundial: la amenaza de los fascismos y la política de  los Aliados.  
      Siguiendo las interpretaciones del  historiador inglés Eric Hobsbawm, en su obra Historia Social del Siglo XX, el primer peligro real que vislumbró  el liberalismo como fuerza ideológica hegemónica provino de Rusia y su  revolución socialista en los primeros años del siglo XX. Pero los años de la  posguerra del primer conflicto bélico mundial hirieron gravemente al nuevo  orden de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y los primeros impulsos  revolucionarios se acallaron. La URRS estaba aislada y no tenía posibilidades  de extender el comunismo a otras zonas, los países capitalistas de Europa  occidental se distanciaron del Estado comunista a través de un cordón sanitario  que dividía la esfera política mundial. La amenaza concreta para las  instituciones liberales durante el período 1930-1945 provenía de unos  movimientos autoritarios radicalizados de la misma derecha que fueron tomando  forma en la etapa de entreguerras al calor de un profundo odio y de una  enérgica reacción tanto contra las fuerzas de la clase obrera organizada en  torno al socialismo como contra la tradición liberal heredera de la Ilustración  del siglo XVIII. 
         
Una serie de rasgos  distintivos, combinados entre sí, dieron a estos movimientos denominados  fascismos una identidad política que marcó su emergencia en el escenario  mundial como una ideología original sin precedentes en la historia de las ideas  políticas. El nacionalismo fue el trasfondo específico utilizado para marcar  divergencias y convergencias; su motivación partía del resentimiento contra  algunos Estados extranjeros, de las derrotas bélicas o de no haber podido  formar un imperio omnipotente, pero también de la eficacia simbólica que  significaba agitar la bandera nacional para legitimar los regímenes  autoritarios. Asimismo, la moderna democracia de masas fue la técnica que  permitió, mediante la movilización desde abajo, la imposición y extensión de  los valores nacionalistas y conservadores; su contrapartida se expresaba en una  violencia irracional sobre aquellos sectores señalados como el “mal social”.  Esta combinación de consenso y coerción fue una de las características que  otorgó al accionar fascista su singularidad como movimiento político del siglo  XX. 
 
El primer movimiento fascista  se desarrolló en Italia de la mano de Benito Mussolini sin captar demasiado  interés internacional. Quien realmente capitalizó toda la fuerza del fascismo y  logró ampliarlo a otros sectores del escenario mundial fue el líder del  Nacionalsocialismo alemán, Adolf Hitler. La prueba más notoria del poder  construido por el líder nazi y de su hegemonía al interior del fascismo fue la  fusión efímera (marcada temporalmente por el ascenso y la caída de Hitler) de  fuerzas antagónicas como el capitalismo y el comunismo para hacerle frente a lo  que entendían como el paroxismo de la irracionalidad encarnada en los valores  conservadores propios de una sociedad tradicional contrarios al ideal de  progreso liberal. 
El resentimiento por el Tratado  de Versalles (1919), sus ambiciones de convertirse en una potencia  imperialista, y su enérgica aversión a los valores de las instituciones  liberales decimonónicas determinaron la opción alemana de comenzar la Segunda  Guerra Mundial. En el marco de las relaciones internacionales, Alemania se  perfilaba como una potencia industrial en ascenso que combinaba el modelo de  producción capitalista con antiliberalismo político. Sin embargo, puede decirse  que no fueron motivos estrictamente económicos los que precipitaron el inicio  del segundo conflicto bélico mundial. Esta guerra podría definirse como una “gran guerra civil ideológica” donde las  fuerzas enfrentadas no representaron tanto una oposición de dos sistemas de  producción antagónicos sino la antítesis de dos sistemas de valores claramente  definidos que remitían a dos modelos opuestos de sociedad. Por un lado, el  ideario del liberalismo decimonónico, con su firme creencia en el Progreso y en  la secularización de las instituciones y las relaciones sociales; por otro  lado, como reacción a este imaginario heredero de la tradición Iluminista, las  fuerzas fascistas con su apología del autoritarismo y los valores conservadores  propios de las sociedades tradicionales. 
 
El accionar del régimen nazi no  se sostenía simplemente en la reivindicación de los valores tradicionales, como  intento por regresar al pasado, sino además como una “forma utópica de  antimodernismo” (Soubelet, C: 2006). Sin embargo, el desarrollo de la  tecnología y la industria alemana durante la época adquirieron características  propias del moderno capitalismo industrial y, por consiguiente, se socavaron  determinados lazos tradicionales, religiosos y regionales de la cultura alemana.  La imposibilidad de cumplir con aquel propósito, forzó al Estado  Nacionalsocialista a volverse contra su propia sociedad y a ejercer un tipo de  violencia continua, tanto interna como externa, que requería de cuantiosas  exacciones físicas y materiales que no podían sostenerse en su implementación.   
En las postrimerías de la  segunda guerra mundial el mapa político internacional resultaba claramente  desfavorable para los gobiernos fascistas; debían enfrentar su inevitable  derrota bélica y, por otra parte, su ocaso político era inexorable. Este  irremediable final, permitió que los aliados comenzaran a pergeñar  estratégicamente un plan conjunto para dar a conocer al resto del mundo las  atrocidades perpetradas por los líderes nazis y señalarlos, de este modo, como  la encarnación del “eje del mal”.  
      II.  Terrorismo de Estado en Argentina y periodo de transición hacia la democracia 
       
      El periodo transcurrido entre las décadas de los ’60  y los ’70 en el contexto argentino no es aprehensible en todas sus aristas si no  se analiza minuciosamente el escenario político latinoamericano y mundial de la  época. 
La sumisión del eje planetario en una “guerra fría”,  tras el segundo conflicto bélico mundial, planteaba la dualidad de modelos  antagónicos de producción; generaba la división entre la URSS, ícono del  comunismo, y los EEUU como país emblema del capitalismo. Esta situación  ecuménica provocaba que los países no adscritos en esta taxonomía debieran  tomar una posición y, como corolario, clausuraba toda posibilidad de una alternativa  intermedia. 
 
En este orden, el mapa europeo, como tradicional  vanguardia política, mostraba dos sectores claramente distanciados; por un  lado, su parte occidental se erigía debajo del parangón capitalista, y por otro  la esfera oriental se posicionaba visiblemente detrás del comunismo.  
 
La conformación política de Latinoamérica presentaba  características particulares en un contexto altamente enrevesado. Para el  Estado norteamericano, la zona sudamericana constituía el apéndice natural de  su territorio, y debía, por consiguiente, estar alineada indefectiblemente a la  luz de las ideas capitalistas. La influencia comunista en estos sectores estaba  prohibida por la política internacional norteamericana. No obstante, el ideario  marxista se fue abriendo espacio en los distintos ámbitos de la realidad social  de estos países. Los primeros focos revulsivos tomaron cuerpo en los países  centroamericanos y decantaron en diversas formas de acción política, de las  cuales la más resonante e influyente fue la Revolución Cubana. Este hecho  horadaba tajantemente la omnipotencia del modelo capitalista, constituía una  apertura ideológica en el clima situacional y tenía como efecto la movilización  de amplios sectores sociales de los países latinoamericanos. 
 
Pero Cuba no era el único ejemplo concreto de este  nuevo clima ideológico, la derrota norteamericana en la guerra de Vietnam  (1969) y el Mayo Francés (1968) fueron acontecimientos que también amenazaron  la continuidad de la hegemonía capitalista. Los nuevos movimientos sociales,  haciéndose eco de este influjo, se organizaron en el seno de distintos espacios  civiles y políticos creando originales formas de participación y acción para  impulsar una transformación social y económica. El despliegue de estas  organizaciones de base hacía estéril cualquier acción concreta de los Estados  capitalistas por apagar ese impulso revolucionario. Prueba de esta situación  fue el ascenso al poder de Salvador Allende en las elecciones democráticas en  Chile de 1970. 
 
La respuesta oficial a este clima popular fue  gestada desde los Estados Unidos. Su política internacional fue redefinida y  resignificada en función de un apoyo económico y un entrenamiento logístico a  las elites militares ya consolidadas como actores políticos. Los golpes  militares fueron sucesivamente quebrantando los proyectos transformadores de  las masas organizadas y desarticulando el accionar político de estos sectores.  Esta circunstancia, por ejemplo, tuvo visibilidad en el seno de la Argentina  con la creación de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) en 1974 para  desmovilizar y dislocar las prácticas políticas de distintos movimientos  civiles. 
 
En este contexto, la sociedad argentina daba claras  muestras de una incipiente movilización que aglutinaba estudiantes, obreros,  movimientos barriales, grupos religiosos, activistas políticos, etc. La presión  de estos sectores había forzado a las estructuras del gobierno a una situación  que José Luis Romero denomina como “de empate” (50 % de la distribución del  ingreso era apropiada por la clase capitalista y el otro 50 % por los sectores  asalariados). La pujanza de la movilización de estos grupos tomó visibilidad en  el escenario político nacional en sucesos como los movimientos estudiantiles y  obreros en la ciudad de Córdoba en el año 1969 y los focos guerrilleros en  Tucumán (1967-1971). 
Este estado de “empate” que domino el mapa político  nacional durante casi 30 años, fue resuelto definitivamente en favor del  Capital y de las fuerzas militares con la instalación del gobierno de facto de  1976. La metodología que operacionalizó el acallamiento de toda voz disidente  fue el terrorismo de Estado; la violencia, tanto física como simbólica, se  extendió en todas las esferas de la vida social. La única voz fue la del  Estado, lo que le confirió una potencia incontrastable; lo que permitió  asegurar estas condiciones vino de la mano de la tortura, la censura, la  persecución, los presos políticos, y el asesinato y desaparición de 30 mil  personas. 
 
Silenciada toda oposición, implantado el modelo  neoliberal, las estructuras militares se volvieron ineficaces y gravosas para  el desarrollo de las fuerzas capitalistas. Esta situación coyuntural, sumado a  la derrota de la guerra de Malvinas, el lento resurgir de algunas voces civiles  y la reorganización de los hasta entonces vedados partidos políticos,  determinaron la salida de los militares del poder y una dificultosa transición  hacia una democracia exigida por la inmensa mayoría de la sociedad.  
      III. Funcionamiento de  los estados modernos (racistas, homicidas y suicidas) 
      El Estado nazi, como afirma Michel Foucault, “no es  otra cosa que el desarrollo paroxístico de los nuevos mecanismos de poder  instaurados a partir del siglo XVIII”. En términos de este autor, el  surgimiento del Estado capitalista moderno inaugura determinadas relaciones de  biopoder que se materializan en un trasfondo biológico expresado en el “hacer  vivir” y en el “dejar morir”. A partir del siglo XVIII, en el Estado moderno  van a converger dos tipos de tecnologías de poder; por un lado, una tecnología  de adiestramiento, con técnicas disciplinarias centradas en el cuerpo que lo  individualiza y manipula con el objetivo de docilizarlos, y, por otro lado, una  tecnología de seguridad, aplicada sobre la globalidad que busca controlar la  población como una suerte de homeostasis del conjunto sobre sus peligros  internos. 
         
        Hasta el surgimiento de los Estados modernos, el  funcionamiento del poder en relación con la vida y la muerte tenía una  consideración enteramente diferente. En la teoría clásica, el derecho de vida y  muerte estribaba en el ejercicio de la soberanía; significaba que ambas  dimensiones se extrañaban de los fenómenos naturales, el sujeto no es más que  neutralidad, sólo tiene derecho de vivir o morir de acuerdo a la voluntad  soberana. En esta coyuntura, el poder de la soberanía se ejerce asimétricamente  del lado de la muerte, es decir, se expresa en el “hacer morir” y en el “dejar  vivir”. 
         
        La particularidad del Estado  moderno radica en la consideración de los fenómenos económicos y políticos en  términos de masividad, ya no se toma en cuenta un sujeto individual, sino un  sujeto colectivo para obtener estados globales de equilibrio y regularidad. Con  el establecimiento del nuevo Estado, la muerte dejará de ser un espectáculo  público para reducirse en el reservorio de lo privado; con el paso del derecho  de hacer morir hacia el derecho de intervenir para hacer vivir, “el poder no  dominará la muerte, sino a la mortalidad” (Foucault, M.: 1976). El Estado  moderno funcionará a través de un elemento nuevo que fluctúa entre lo  disciplinario y lo regulador, que se aplicará tanto al cuerpo como a la  población; este nuevo elemento se organiza alrededor de la norma, establecerá  qué es lo normal y qué no lo es, qué cosa es incorrecta y qué otra cosa es  correcta, qué se debe hacer o no hacer (Foucault, M.: 1980). 
         
  “La muerte del otro -en la  medida en que representa mi seguridad personal- no coincide simplemente con mi  vida. La muerte del otro, la muerte de la mala raza, de la raza inferior (o del  degenerado o del inferior) es lo que hará la vida más sana y más pura”  (Foucault, M: 1996). En suma, esta es la relación propia de todos los Estados  racistas modernos. En el caso del Estado nazi, esta particularidad se lleva al  extremo y se complejiza: ningún otro Estado fue más disciplinario y regulador  que el nazismo. El poder disciplinario, de control, de regulación, atraviesa  todo el cuerpo social; no sólo es el Estado el que controla los procesos  sociales y biológicos para masificar la raza aria (de procreación, de hereditariedad,  de la enfermedad y de los incidentes), sino que el poder también es ejercido  desde cualquier ámbito del cuerpo social (poder de denuncia, de identificación,  de separación). Poder ejercido tanto desde arriba como desde abajo, doble  funcionamiento coercitivo fundado en un consenso generalizado que se  materializaba en la más pura libertad de hacer del “distinto” un objeto  exterminable. 
   
        Pero la característica  fundamental del Estado nazi es la complejización de estas relaciones a partir  de no sólo buscar el exterminio de las otras razas, sino la exposición a la  destrucción total de su propia raza en el peligro de la muerte. Esta  particularidad se expresa en la conjunción del mecanismo clásico del poder  soberano de “hacer morir” y el nuevo mecanismo del biopoder de “hacer vivir”;  por tanto, “se puede decir que el Estado nazi hizo absolutamente coextensivos  el campo de una vida que él organiza, protege, garantiza, cultiva  biológicamente, y el derecho soberano de matar a cualquiera. Cualquiera quiere  decir: no sólo los otros, sino también los propios ciudadanos” (Foucault, M:  1996). En suma, la convergencia de un biopoder generalizado y una dictadura  absoluta, retransmitido en todo el cuerpo social, genera un Estado  “absolutamente racista, absolutamente homicida y absolutamente suicida”  (Foucault, M: 1996). 
         
        Estas características propias  del nazismo, en el marco del funcionamiento de los Estados modernos, son  resignificadas en la segunda mitad del siglo XX en el contexto del Terrorismo  de Estado de 1976 en Argentina. Si bien existen diferencias en el acceso al  poder (en el régimen nazi fue a través de la elección democrática y en el caso  argentino fue un golpe de Estado), el eje vertebrador del ejercicio del poder  tiene un funcionamiento asimilable. 
         
        El funcionamiento del gobierno  militar argentino se sustenta en los mismos mecanismos y relaciones que el  Estado nazi, se realiza la misma concomitancia de dos tipos distintos de poder,  por un lado, un poder soberano absoluto que se expresa en el “hacer morir”, y,  por otro lado, un biopoder que se funda en el “hacer vivir”. En términos  generales, tanto el nazismo como el Terrorismo de Estado argentino, en tanto  características propias de los Estados modernos, poseen un trasfondo biológico  e ideológico. 
        Ambos regímenes expresan estas  particularidades subyacentes de modos distintos. En el caso del nazismo, la  visibilidad de la manipulación biológica obtura cualquier posibilidad de situar  en su justo término la cuestión ideológica que atraviesa toda la estructura del  Nacionalsocialismo. Los métodos eugenésicos, el exterminio de la “mala raza”,  la espectacularidad de la muerte, la relación productividad-biología (los  campos de concentración nazis a su vez funcionaban como espacios de producción  industrial bélica sobre la base de mantener con vida solamente a aquellos  sujetos productivamente necesarios -tanto niños como ancianos resultaban  improductivos-), acentúan de tal modo la cuestión biológica que cercena toda  comprensión cabal de los aspectos ideológicos. La ejecución de los dispositivos  biológicos de poder se instituyó como la puesta en escena de la dimensión  ideológica que sostenía política y culturalmente los valores propios del  nazismo, que gravitaron en la exaltación de principios nacionalistas,  tradicionalistas y conservadores. La interpelación a la sociedad civil a través  de estos valores constituyó la consolidación del consenso necesario para la  aplicación ilimitada de las técnicas biopolíticas. 
         
        Estas particularidades de  funcionamiento del régimen nacionalsocialista toman una configuración inversa  en el contexto del “Proceso de Reorganización Nacional”. En el marco de la  polarización maniquea “capitalismo-comunismo”, representada por la “guerra  fría”, la metodología implementada como política de Estado fue el ocultamiento  de todo el aparato biopolítico con el objetivo de sobreacentuar el nivel  ideológico para crear una nueva mentalidad colectiva. La construcción del  concepto de “Ser Nacional” (como rescate y exaltación de valores tradicionales  como la familia, la patria y la Iglesia), la censura, el señalamiento de lo  peligroso encarnado en los “subversivos apátridas”, eclipsaban la  instrumentación de las técnicas del biopoder. El secuestro, la desaparición, la  tortura clandestina, el asesinato y el ocultamiento del cadáver, fueron los  medios utilizados para silenciar toda voz disidente con el propósito de generar  un marco para la construcción de consenso en la sociedad civil. 
         
        En términos de biopolítica, el  significado del “hacer vivir” y del “hacer morir” se mantiene con la misma  lógica en ambos escenarios políticos. Las diferencias manifiestas no se  expresan en el campo semántico sino en el orden de los significantes. La  esencia del nazismo tenía como fin la “reproducción biológica” de la raza aria  y el aniquilamiento del judío como estereotipo de lo que “no debía ser”, en  cambio, la naturaleza del Terrorismo de Estado se materializaba en la  “reproducción ideológica” del Ser Nacional y el exterminio del comunista como  generalización de lo que “no se debía hacer”. En la continuidad del campo  semántico, tanto el Nacionalsocialismo como la Junta Militar, requerían de la  identificación de “un enemigo” del cual delimitarse para construir su identidad  política. 
      IV. El trasfondo comunicacional en las  estrategias de consenso 
      Como un experto del campo de la  comunicación, Adolf Hitler afirmaba: “La propaganda aventajará con su impetuoso  avance, de muy de lejos a la organización, a fin de conquistar el material  humano indispensable para esta última. Siempre he sido enemigo de la  organización precipitada y pedante, que produce inertes y mecánicos resultados.  Por esta razón, lo mejor es dejar que una idea se difunda desde un centro y por  medio de la propaganda durante un espacio de tiempo dado, y luego explorar  cuidadosamente en busca de dirigentes entre los seres humanos que acudieron a  la cita”. 
         
        El bombardeo propagandístico de  la Primera Guerra Mundial había provocado unos efectos de persuasión y  movilización hasta entonces insospechados en la población beligerante y civil.  Hitler advirtió por esos años que en la movilización, radicalización y difusión  masiva de valores estaba la clave para asegurar el éxito y la legitimidad de la  implantación de un nuevo modelo de sociedad. En este sentido, uno de los  bastiones más importantes que encontró el líder del Nacionalsocialismo para  conseguir la aceptación de la sociedad civil estuvo relacionado con la  utilización de distintos dispositivos de comunicación de masas. 
         
        La utilización de la propaganda  política por parte del nazismo situó el énfasis en los valores tradicionales  propios de la sociedad alemana y, a su vez, en la divulgación de consignas  movilizadoras para la creación de un consenso que permitiera edificar una nueva  sociedad. De acuerdo a lo investigado por Cecilia Soubelet, la intención del  Nacionalsocialismo no residía en la construcción de nuevos valores y creencias,  sino en la resignificación de aquellos valores socavados durante el primer  conflicto bélico mundial. La autora puntualiza que para el análisis de esta  metodología política hay que remitirse al término Völk (pueblo); este concepto surgió en Alemania entre finales del  siglo XVIII y principios del siglo XIX. “No remite simplemente a una mera  significación superficial, sino que en su plano más abstracto connota un sistema  de valores y un ideal inmutable de lo que significa ser pueblo. El término Völk remitía a la existencia de “un  alma” del pueblo. Los alemanes estaban unidos por su ascendencia, su cultura y  su lengua. La tarea era recobrar y liberar esa alma del Völk, perdido con los valores antiguos” (Soubelet, C: 2006). 
         
        La esencia del Völk, como sistema cultural, se  distinguía de los valores democráticos occidentales surgidos tras el  capitalismo. El atributo fundamental de la cultura alemana tradicional  descansaba en una “misión a beneficio de la humanidad” (Soubelet, C: 2006); la  “naturaleza” alemana perseguía principios visceralmente apartados de los  conceptos de individualidad y raciocinio de la cultura capitalista occidental,  donde el individuo se hallaba subsumido a la Nación. Asimismo, este concepto  estaba íntimamente relacionado con una ideología de superioridad racial del  pueblo alemán; la justificación teórica de esta concepción se anclaba en los  postulados del darwinismo social, es decir, en la valoración positiva y la  exaltación de ciertos rasgos biológicos que funcionaban como la ratificación de  una autoproclamada supremacía cultural y política. Se afirmaba y divulgaba la  existencia de una raza aria omnipotente, superior al resto, desde una lógica  darwiniana que veía en el contexto de desarrollo del hombre un medio hostil en  que la lucha por la supervivencia se tornaba feroz y sólo triunfaba el más  apto. 
         
        La apelación constante por  parte del Nacionalsocialismo a la construcción de un liderazgo ecuménico de la  raza aria tenía por objetivo dar a las masas una conciencia de nación cuya  cohesión básica residía en la etnicidad. La lectura hitleriana del socialismo  no atendía a la concepción marxista tradicional de la revolución social  encarnada en la clase obrera, sino que revindicaba la condición étnica como  sujeto de cambio. En Mi lucha, Hitler  caracterizaba el trasfondo socialista del nazismo en el propósito de “la  nacionalización de las masas” o en la intención de “arrancar a los obreros  alemanes del engaño internacional”; “ser ´social’ era gozar de una conciencia  de ´sentimiento’ y ´destino’ en la comunidad nacional” (Soubelet, C: 2006). 
         
        Lo primero que se debió hacer  para el alcance de estos objetivos fue un preciso trabajo sociosemiótico a los  efectos de quitarle al lexema “propaganda” la connotación peyorativa que había  adquirido tras el primer conflicto bélico mundial a raíz de las mentiras  sistemáticas difundidas sobre los avances y resultados de la guerra. Por lo  tanto, hubo que inocular un sentido positivo del término a la población  alemana. Ilustrativas de esta situación son las demagógicas declaraciones de  Erwin Schoeckel, responsable y exegeta de las campañas gráficas del Tercer  Reich, quien llega a insinuar que Alemania perdió la guerra a causa de la  mediocridad de unos carteles que no lograron motivar a su pueblo al esfuerzo  supremo necesario para ganar el enfrentamiento. 
         
        La necesidad de corregir y  superar esta técnica de comprobada eficacia para los países aliados era pensada  como condición insoslayable a los fines de evitar el fracaso e impulsar el  reconocimiento de Alemania y de la ideología nazi como portadores de valores  mundiales supremos. Durante 1914 y 1918 las piezas comunicacionales elaboradas  por el gobierno alemán carecían del elemento emotivo saturador de la propaganda  aliada. En este contexto, Hitler vislumbró en la propaganda cuidadosamente planificada  una feroz fuerza movilizadora en el sentido pavloviano estímulo-respuesta,  inmanente a la psicología conductista; esta metodología de acción del régimen  posee su correlato teórico en las premisas de la primera etapa de la Mass  Comunication Research y, en términos sociológicos, se traduce en un modelo  comunicativo lineal estructurado en torno a la preponderancia del emisor y la  consecuente pasividad del receptor. La implementación de la llamada Teoría de  la Aguja Hipodérmica se basaba en la convicción de que era posible manipular  determinadas conductas sociales. La inoculación de sentidos en el seno de la  sociedad se concretaba en la exposición pasiva a los mensajes emitidos por los  medios masivos de comunicación. La función y pertinencia política de la  propaganda, sus técnicas y fundamentos, fueron compendiadas en el Mein Kampf, un verdadero tratado que  sirvió de guía al Ministerio de Propaganda, a cargo de Joseph Goebbels. 
         
        La importancia de los métodos  propagandísticos para la construcción de un partido con liderazgo fuerte, y  para la sumisión y obediencia esperadas de las masas, quedó claramente expuesta  en las palabras que Hitler pronunció en el Congreso de Nuremberg de 1936: “la  propaganda nos ha llevado hasta el poder, nos ha permitido desde entonces  conservar el poder, también la propaganda nos concederá la posibilidad de  conquistar el mundo”. 
         
        Todo el proceso propagandístico  respondió a una superestructura omnipotente y omnipresente que tenía por objeto  un férreo adoctrinamiento psicológico de las masas, basado en la acentuación y  radicalización de sentimientos preexistentes que se anclaban en la culpabilidad  e inferioridad por la derrota en la primera guerra mundial y en las condiciones  políticas objetivas vinculadas fundamentalmente a una tradición democrática  débil (experiencia de Weimar). La concentración emotiva de los mensajes, a  partir de estos factores, generaba un efecto de sugestión y aceptación  espontánea de las consignas del régimen nazi. Este despliegue simbólico  perseguía la construcción de un consenso en la sociedad civil alemana que  permitiese la implementación de mecanismos coercitivos con vistas a la  reproducción y el liderazgo mundial de los valores y creencias de la raza aria.  
         
        A diferencia del régimen nazi,  que legitimó su ascenso al poder a través de una profusa utilización de la  propaganda popular y emotiva, la generación de consenso en la sociedad  Argentina de 1976 tomó formas nuevamente inversas. La Junta Militar impuso un  orden mediante la coerción directa y la férrea censura, control y manipulación  de los medios masivos de comunicación. Esta situación quedaba expuesta en el  comunicado Nº 19, emitido por la Junta de Comandantes en Cadena Nacional y  todos los medios de comunicación: “Se comunica a la población que la Junta de  Comandantes Generales ha resuelto que sea reprimido con la pena de reclusión  por tiempo indeterminado el que por cualquier medio difundiera, divulgare o  propagara comunicados o imágenes provenientes o atribuidos a asociaciones  ilícitas o personas o grupos notoriamente dedicados a actividades subversivas o  de terrorismo. Será reprimido con reclusión de hasta 10 años el que por  cualquier medio difundiera, divulgare o propagara noticias, comunicados o  imágenes con el propósito de perturbar, perjudicar o desprestigiar la actividad  de las Fuerzas Armadas de seguridad o policiales”. 
         
        El contexto sociopolítico, de  movilización y organización social, en que la cúpula militar pergeña su  escalada al poder le impedía legitimarse por medio de valores conservadores,  retrógrados y capitalistas; este clima epocal determinó la acción golpista de  los militares y la utilización de métodos coercitivos. Asimismo, el funcionamiento  y consolidación del régimen dependía también de la posibilidad de lograr un  grado de adhesión por parte de la sociedad civil; de este modo, la Junta  Militar buscó los intersticios para generar ese consenso. En lugar de la  construcción del consenso para el ejercicio de la coerción, como en el estado  nazi, el gobierno militar conjugó este binomio de un modo inverso. Los intentos  legitimadores del gobierno de facto tuvieron aceptación en el orden social sólo  una vez que se acallaron las voces disidentes a través de los mecanismos  coercitivos. Allanado el terreno, se aprovechó y propició la aparición de  situaciones y acontecimientos puntuales para materializar la legitimidad  procurada. La realización del Mundial de Fútbol de 1978, la llegada de la  Comisión Internacional de Derechos Humanos en 1979, la guerra de Malvinas con  Inglaterra en 1982, fueron espacios favorables para la exaltación emotiva del  “ser nacional” en un clima de recepción pasiva de las consignas nacionalistas. 
         
        Desde una mirada comunicacional,  la generación de condiciones propicias para la aceptación de los valores del  “ser nacional” estuvieron marcadas por la inoculación del miedo para que el  Terrorismo de Estado penetrara en todos los ámbitos del orden social. De manera  paralela al funcionamiento de los instrumentos coercitivos, cohabitaba la  planificación de una “política del miedo” que se ejercía como una violencia  simbólica que paralizaba a aquellos sectores sociales no cooptados. Una  situación ilustrativa de esta política se observa en frases del tipo “extirpar  el cáncer de la subversión”, “se recomienda a todos los habitantes el estricto  acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de la autoridad  militar”, “combatiremos, sin tregua, a la delincuencia subversiva en cualquiera  de sus manifestaciones, hasta su total aniquilamiento”, que buscaban el  acatamiento, el silencio, o la reproducción de frases inmovilizantes como “no  te metas que te puede pasar algo”. Sobre esta base, los métodos  propagandísticos tuvieron efectos similares a los de la Alemania nazi, es  decir, la recepción acrítica de los mensajes y la consecuente conducta social  en los términos planificados por la Junta Militar.  
        En suma, el uso planificado de  la propaganda política por parte de ambos Estados modernos estuvo vinculado a  la necesidad de un adoctrinamiento social. Los nazis perseguían el objetivo de  exhortar y reforzar, mediante la propaganda emotiva, aquellos valores  tradicionales étnicos compartidos por todo el orden social. En cambio, los  militares argentinos buscaban recuperar y revalorar, a través de una “política  del miedo”, determinadas representaciones conservadoras que no estaban  consolidadas socialmente y que debían ser impuestas a los fines de generar los  intersticios necesarios para la legitimación social. 
      V. Continuidades semánticas y rupturas de  los significantes 
      En términos generales, tanto el  régimen nazi como el Terrorismo de Estado en Argentina responden a las  características propias de un funcionamiento paroxístico de las técnicas de  biopoder inauguradas en el siglo XVIII. Ambos funcionamientos biopolíticos  expresan un disciplinamiento y una regulación de las conductas sociales que se  manifiestan en un permanente “hacer vivir” y en un indiscriminado “hacer  morir”, que, a su vez, exige una eternizante implementación de estrategias de  consenso para el encubrimiento de mecanismos coercitivos inmanentes a la  biopolítica. 
         
        El ejercicio de las técnicas  tanto biopolíticas como de consenso tiene su correlato no en la modificación  semántica de los mecanismos de poder, sino en un permanente cambio de rostro de  los significantes. Ya no es la reproducción universalizante de la raza aria,  sino la extirpación del cáncer comunista y la constitución del “ser nacional”. 
      La característica principal de la ejecución de  estas políticas es su trasfondo racista, homicida y suicida. Racista, en tanto  pretensión de pensar lo biológico como instrumento para alcanzar estados  globales de equilibrio. Homicida, en tanto concebir la muerte del otro como  condición de posibilidad para la propia vida. Y suicida, en tanto exposición a  la muerte de la propia nación con el fin de alcanzar su obsesivo deseo.
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