I. Segunda guerra mundial: la amenaza de los fascismos y la política de los Aliados.
Siguiendo las interpretaciones del historiador inglés Eric Hobsbawm, en su obra Historia Social del Siglo XX, el primer peligro real que vislumbró el liberalismo como fuerza ideológica hegemónica provino de Rusia y su revolución socialista en los primeros años del siglo XX. Pero los años de la posguerra del primer conflicto bélico mundial hirieron gravemente al nuevo orden de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y los primeros impulsos revolucionarios se acallaron. La URRS estaba aislada y no tenía posibilidades de extender el comunismo a otras zonas, los países capitalistas de Europa occidental se distanciaron del Estado comunista a través de un cordón sanitario que dividía la esfera política mundial. La amenaza concreta para las instituciones liberales durante el período 1930-1945 provenía de unos movimientos autoritarios radicalizados de la misma derecha que fueron tomando forma en la etapa de entreguerras al calor de un profundo odio y de una enérgica reacción tanto contra las fuerzas de la clase obrera organizada en torno al socialismo como contra la tradición liberal heredera de la Ilustración del siglo XVIII.
Una serie de rasgos distintivos, combinados entre sí, dieron a estos movimientos denominados fascismos una identidad política que marcó su emergencia en el escenario mundial como una ideología original sin precedentes en la historia de las ideas políticas. El nacionalismo fue el trasfondo específico utilizado para marcar divergencias y convergencias; su motivación partía del resentimiento contra algunos Estados extranjeros, de las derrotas bélicas o de no haber podido formar un imperio omnipotente, pero también de la eficacia simbólica que significaba agitar la bandera nacional para legitimar los regímenes autoritarios. Asimismo, la moderna democracia de masas fue la técnica que permitió, mediante la movilización desde abajo, la imposición y extensión de los valores nacionalistas y conservadores; su contrapartida se expresaba en una violencia irracional sobre aquellos sectores señalados como el “mal social”. Esta combinación de consenso y coerción fue una de las características que otorgó al accionar fascista su singularidad como movimiento político del siglo XX.
El primer movimiento fascista se desarrolló en Italia de la mano de Benito Mussolini sin captar demasiado interés internacional. Quien realmente capitalizó toda la fuerza del fascismo y logró ampliarlo a otros sectores del escenario mundial fue el líder del Nacionalsocialismo alemán, Adolf Hitler. La prueba más notoria del poder construido por el líder nazi y de su hegemonía al interior del fascismo fue la fusión efímera (marcada temporalmente por el ascenso y la caída de Hitler) de fuerzas antagónicas como el capitalismo y el comunismo para hacerle frente a lo que entendían como el paroxismo de la irracionalidad encarnada en los valores conservadores propios de una sociedad tradicional contrarios al ideal de progreso liberal.
El resentimiento por el Tratado de Versalles (1919), sus ambiciones de convertirse en una potencia imperialista, y su enérgica aversión a los valores de las instituciones liberales decimonónicas determinaron la opción alemana de comenzar la Segunda Guerra Mundial. En el marco de las relaciones internacionales, Alemania se perfilaba como una potencia industrial en ascenso que combinaba el modelo de producción capitalista con antiliberalismo político. Sin embargo, puede decirse que no fueron motivos estrictamente económicos los que precipitaron el inicio del segundo conflicto bélico mundial. Esta guerra podría definirse como una “gran guerra civil ideológica” donde las fuerzas enfrentadas no representaron tanto una oposición de dos sistemas de producción antagónicos sino la antítesis de dos sistemas de valores claramente definidos que remitían a dos modelos opuestos de sociedad. Por un lado, el ideario del liberalismo decimonónico, con su firme creencia en el Progreso y en la secularización de las instituciones y las relaciones sociales; por otro lado, como reacción a este imaginario heredero de la tradición Iluminista, las fuerzas fascistas con su apología del autoritarismo y los valores conservadores propios de las sociedades tradicionales.
El accionar del régimen nazi no se sostenía simplemente en la reivindicación de los valores tradicionales, como intento por regresar al pasado, sino además como una “forma utópica de antimodernismo” (Soubelet, C: 2006). Sin embargo, el desarrollo de la tecnología y la industria alemana durante la época adquirieron características propias del moderno capitalismo industrial y, por consiguiente, se socavaron determinados lazos tradicionales, religiosos y regionales de la cultura alemana. La imposibilidad de cumplir con aquel propósito, forzó al Estado Nacionalsocialista a volverse contra su propia sociedad y a ejercer un tipo de violencia continua, tanto interna como externa, que requería de cuantiosas exacciones físicas y materiales que no podían sostenerse en su implementación.
En las postrimerías de la segunda guerra mundial el mapa político internacional resultaba claramente desfavorable para los gobiernos fascistas; debían enfrentar su inevitable derrota bélica y, por otra parte, su ocaso político era inexorable. Este irremediable final, permitió que los aliados comenzaran a pergeñar estratégicamente un plan conjunto para dar a conocer al resto del mundo las atrocidades perpetradas por los líderes nazis y señalarlos, de este modo, como la encarnación del “eje del mal”.
II. Terrorismo de Estado en Argentina y periodo de transición hacia la democracia
El periodo transcurrido entre las décadas de los ’60 y los ’70 en el contexto argentino no es aprehensible en todas sus aristas si no se analiza minuciosamente el escenario político latinoamericano y mundial de la época.
La sumisión del eje planetario en una “guerra fría”, tras el segundo conflicto bélico mundial, planteaba la dualidad de modelos antagónicos de producción; generaba la división entre la URSS, ícono del comunismo, y los EEUU como país emblema del capitalismo. Esta situación ecuménica provocaba que los países no adscritos en esta taxonomía debieran tomar una posición y, como corolario, clausuraba toda posibilidad de una alternativa intermedia.
En este orden, el mapa europeo, como tradicional vanguardia política, mostraba dos sectores claramente distanciados; por un lado, su parte occidental se erigía debajo del parangón capitalista, y por otro la esfera oriental se posicionaba visiblemente detrás del comunismo.
La conformación política de Latinoamérica presentaba características particulares en un contexto altamente enrevesado. Para el Estado norteamericano, la zona sudamericana constituía el apéndice natural de su territorio, y debía, por consiguiente, estar alineada indefectiblemente a la luz de las ideas capitalistas. La influencia comunista en estos sectores estaba prohibida por la política internacional norteamericana. No obstante, el ideario marxista se fue abriendo espacio en los distintos ámbitos de la realidad social de estos países. Los primeros focos revulsivos tomaron cuerpo en los países centroamericanos y decantaron en diversas formas de acción política, de las cuales la más resonante e influyente fue la Revolución Cubana. Este hecho horadaba tajantemente la omnipotencia del modelo capitalista, constituía una apertura ideológica en el clima situacional y tenía como efecto la movilización de amplios sectores sociales de los países latinoamericanos.
Pero Cuba no era el único ejemplo concreto de este nuevo clima ideológico, la derrota norteamericana en la guerra de Vietnam (1969) y el Mayo Francés (1968) fueron acontecimientos que también amenazaron la continuidad de la hegemonía capitalista. Los nuevos movimientos sociales, haciéndose eco de este influjo, se organizaron en el seno de distintos espacios civiles y políticos creando originales formas de participación y acción para impulsar una transformación social y económica. El despliegue de estas organizaciones de base hacía estéril cualquier acción concreta de los Estados capitalistas por apagar ese impulso revolucionario. Prueba de esta situación fue el ascenso al poder de Salvador Allende en las elecciones democráticas en Chile de 1970.
La respuesta oficial a este clima popular fue gestada desde los Estados Unidos. Su política internacional fue redefinida y resignificada en función de un apoyo económico y un entrenamiento logístico a las elites militares ya consolidadas como actores políticos. Los golpes militares fueron sucesivamente quebrantando los proyectos transformadores de las masas organizadas y desarticulando el accionar político de estos sectores. Esta circunstancia, por ejemplo, tuvo visibilidad en el seno de la Argentina con la creación de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) en 1974 para desmovilizar y dislocar las prácticas políticas de distintos movimientos civiles.
En este contexto, la sociedad argentina daba claras muestras de una incipiente movilización que aglutinaba estudiantes, obreros, movimientos barriales, grupos religiosos, activistas políticos, etc. La presión de estos sectores había forzado a las estructuras del gobierno a una situación que José Luis Romero denomina como “de empate” (50 % de la distribución del ingreso era apropiada por la clase capitalista y el otro 50 % por los sectores asalariados). La pujanza de la movilización de estos grupos tomó visibilidad en el escenario político nacional en sucesos como los movimientos estudiantiles y obreros en la ciudad de Córdoba en el año 1969 y los focos guerrilleros en Tucumán (1967-1971).
Este estado de “empate” que domino el mapa político nacional durante casi 30 años, fue resuelto definitivamente en favor del Capital y de las fuerzas militares con la instalación del gobierno de facto de 1976. La metodología que operacionalizó el acallamiento de toda voz disidente fue el terrorismo de Estado; la violencia, tanto física como simbólica, se extendió en todas las esferas de la vida social. La única voz fue la del Estado, lo que le confirió una potencia incontrastable; lo que permitió asegurar estas condiciones vino de la mano de la tortura, la censura, la persecución, los presos políticos, y el asesinato y desaparición de 30 mil personas.
Silenciada toda oposición, implantado el modelo neoliberal, las estructuras militares se volvieron ineficaces y gravosas para el desarrollo de las fuerzas capitalistas. Esta situación coyuntural, sumado a la derrota de la guerra de Malvinas, el lento resurgir de algunas voces civiles y la reorganización de los hasta entonces vedados partidos políticos, determinaron la salida de los militares del poder y una dificultosa transición hacia una democracia exigida por la inmensa mayoría de la sociedad.
III. Funcionamiento de los estados modernos (racistas, homicidas y suicidas)
El Estado nazi, como afirma Michel Foucault, “no es otra cosa que el desarrollo paroxístico de los nuevos mecanismos de poder instaurados a partir del siglo XVIII”. En términos de este autor, el surgimiento del Estado capitalista moderno inaugura determinadas relaciones de biopoder que se materializan en un trasfondo biológico expresado en el “hacer vivir” y en el “dejar morir”. A partir del siglo XVIII, en el Estado moderno van a converger dos tipos de tecnologías de poder; por un lado, una tecnología de adiestramiento, con técnicas disciplinarias centradas en el cuerpo que lo individualiza y manipula con el objetivo de docilizarlos, y, por otro lado, una tecnología de seguridad, aplicada sobre la globalidad que busca controlar la población como una suerte de homeostasis del conjunto sobre sus peligros internos.
Hasta el surgimiento de los Estados modernos, el funcionamiento del poder en relación con la vida y la muerte tenía una consideración enteramente diferente. En la teoría clásica, el derecho de vida y muerte estribaba en el ejercicio de la soberanía; significaba que ambas dimensiones se extrañaban de los fenómenos naturales, el sujeto no es más que neutralidad, sólo tiene derecho de vivir o morir de acuerdo a la voluntad soberana. En esta coyuntura, el poder de la soberanía se ejerce asimétricamente del lado de la muerte, es decir, se expresa en el “hacer morir” y en el “dejar vivir”.
La particularidad del Estado moderno radica en la consideración de los fenómenos económicos y políticos en términos de masividad, ya no se toma en cuenta un sujeto individual, sino un sujeto colectivo para obtener estados globales de equilibrio y regularidad. Con el establecimiento del nuevo Estado, la muerte dejará de ser un espectáculo público para reducirse en el reservorio de lo privado; con el paso del derecho de hacer morir hacia el derecho de intervenir para hacer vivir, “el poder no dominará la muerte, sino a la mortalidad” (Foucault, M.: 1976). El Estado moderno funcionará a través de un elemento nuevo que fluctúa entre lo disciplinario y lo regulador, que se aplicará tanto al cuerpo como a la población; este nuevo elemento se organiza alrededor de la norma, establecerá qué es lo normal y qué no lo es, qué cosa es incorrecta y qué otra cosa es correcta, qué se debe hacer o no hacer (Foucault, M.: 1980).
“La muerte del otro -en la medida en que representa mi seguridad personal- no coincide simplemente con mi vida. La muerte del otro, la muerte de la mala raza, de la raza inferior (o del degenerado o del inferior) es lo que hará la vida más sana y más pura” (Foucault, M: 1996). En suma, esta es la relación propia de todos los Estados racistas modernos. En el caso del Estado nazi, esta particularidad se lleva al extremo y se complejiza: ningún otro Estado fue más disciplinario y regulador que el nazismo. El poder disciplinario, de control, de regulación, atraviesa todo el cuerpo social; no sólo es el Estado el que controla los procesos sociales y biológicos para masificar la raza aria (de procreación, de hereditariedad, de la enfermedad y de los incidentes), sino que el poder también es ejercido desde cualquier ámbito del cuerpo social (poder de denuncia, de identificación, de separación). Poder ejercido tanto desde arriba como desde abajo, doble funcionamiento coercitivo fundado en un consenso generalizado que se materializaba en la más pura libertad de hacer del “distinto” un objeto exterminable.
Pero la característica fundamental del Estado nazi es la complejización de estas relaciones a partir de no sólo buscar el exterminio de las otras razas, sino la exposición a la destrucción total de su propia raza en el peligro de la muerte. Esta particularidad se expresa en la conjunción del mecanismo clásico del poder soberano de “hacer morir” y el nuevo mecanismo del biopoder de “hacer vivir”; por tanto, “se puede decir que el Estado nazi hizo absolutamente coextensivos el campo de una vida que él organiza, protege, garantiza, cultiva biológicamente, y el derecho soberano de matar a cualquiera. Cualquiera quiere decir: no sólo los otros, sino también los propios ciudadanos” (Foucault, M: 1996). En suma, la convergencia de un biopoder generalizado y una dictadura absoluta, retransmitido en todo el cuerpo social, genera un Estado “absolutamente racista, absolutamente homicida y absolutamente suicida” (Foucault, M: 1996).
Estas características propias del nazismo, en el marco del funcionamiento de los Estados modernos, son resignificadas en la segunda mitad del siglo XX en el contexto del Terrorismo de Estado de 1976 en Argentina. Si bien existen diferencias en el acceso al poder (en el régimen nazi fue a través de la elección democrática y en el caso argentino fue un golpe de Estado), el eje vertebrador del ejercicio del poder tiene un funcionamiento asimilable.
El funcionamiento del gobierno militar argentino se sustenta en los mismos mecanismos y relaciones que el Estado nazi, se realiza la misma concomitancia de dos tipos distintos de poder, por un lado, un poder soberano absoluto que se expresa en el “hacer morir”, y, por otro lado, un biopoder que se funda en el “hacer vivir”. En términos generales, tanto el nazismo como el Terrorismo de Estado argentino, en tanto características propias de los Estados modernos, poseen un trasfondo biológico e ideológico.
Ambos regímenes expresan estas particularidades subyacentes de modos distintos. En el caso del nazismo, la visibilidad de la manipulación biológica obtura cualquier posibilidad de situar en su justo término la cuestión ideológica que atraviesa toda la estructura del Nacionalsocialismo. Los métodos eugenésicos, el exterminio de la “mala raza”, la espectacularidad de la muerte, la relación productividad-biología (los campos de concentración nazis a su vez funcionaban como espacios de producción industrial bélica sobre la base de mantener con vida solamente a aquellos sujetos productivamente necesarios -tanto niños como ancianos resultaban improductivos-), acentúan de tal modo la cuestión biológica que cercena toda comprensión cabal de los aspectos ideológicos. La ejecución de los dispositivos biológicos de poder se instituyó como la puesta en escena de la dimensión ideológica que sostenía política y culturalmente los valores propios del nazismo, que gravitaron en la exaltación de principios nacionalistas, tradicionalistas y conservadores. La interpelación a la sociedad civil a través de estos valores constituyó la consolidación del consenso necesario para la aplicación ilimitada de las técnicas biopolíticas.
Estas particularidades de funcionamiento del régimen nacionalsocialista toman una configuración inversa en el contexto del “Proceso de Reorganización Nacional”. En el marco de la polarización maniquea “capitalismo-comunismo”, representada por la “guerra fría”, la metodología implementada como política de Estado fue el ocultamiento de todo el aparato biopolítico con el objetivo de sobreacentuar el nivel ideológico para crear una nueva mentalidad colectiva. La construcción del concepto de “Ser Nacional” (como rescate y exaltación de valores tradicionales como la familia, la patria y la Iglesia), la censura, el señalamiento de lo peligroso encarnado en los “subversivos apátridas”, eclipsaban la instrumentación de las técnicas del biopoder. El secuestro, la desaparición, la tortura clandestina, el asesinato y el ocultamiento del cadáver, fueron los medios utilizados para silenciar toda voz disidente con el propósito de generar un marco para la construcción de consenso en la sociedad civil.
En términos de biopolítica, el significado del “hacer vivir” y del “hacer morir” se mantiene con la misma lógica en ambos escenarios políticos. Las diferencias manifiestas no se expresan en el campo semántico sino en el orden de los significantes. La esencia del nazismo tenía como fin la “reproducción biológica” de la raza aria y el aniquilamiento del judío como estereotipo de lo que “no debía ser”, en cambio, la naturaleza del Terrorismo de Estado se materializaba en la “reproducción ideológica” del Ser Nacional y el exterminio del comunista como generalización de lo que “no se debía hacer”. En la continuidad del campo semántico, tanto el Nacionalsocialismo como la Junta Militar, requerían de la identificación de “un enemigo” del cual delimitarse para construir su identidad política.
IV. El trasfondo comunicacional en las estrategias de consenso
Como un experto del campo de la comunicación, Adolf Hitler afirmaba: “La propaganda aventajará con su impetuoso avance, de muy de lejos a la organización, a fin de conquistar el material humano indispensable para esta última. Siempre he sido enemigo de la organización precipitada y pedante, que produce inertes y mecánicos resultados. Por esta razón, lo mejor es dejar que una idea se difunda desde un centro y por medio de la propaganda durante un espacio de tiempo dado, y luego explorar cuidadosamente en busca de dirigentes entre los seres humanos que acudieron a la cita”.
El bombardeo propagandístico de la Primera Guerra Mundial había provocado unos efectos de persuasión y movilización hasta entonces insospechados en la población beligerante y civil. Hitler advirtió por esos años que en la movilización, radicalización y difusión masiva de valores estaba la clave para asegurar el éxito y la legitimidad de la implantación de un nuevo modelo de sociedad. En este sentido, uno de los bastiones más importantes que encontró el líder del Nacionalsocialismo para conseguir la aceptación de la sociedad civil estuvo relacionado con la utilización de distintos dispositivos de comunicación de masas.
La utilización de la propaganda política por parte del nazismo situó el énfasis en los valores tradicionales propios de la sociedad alemana y, a su vez, en la divulgación de consignas movilizadoras para la creación de un consenso que permitiera edificar una nueva sociedad. De acuerdo a lo investigado por Cecilia Soubelet, la intención del Nacionalsocialismo no residía en la construcción de nuevos valores y creencias, sino en la resignificación de aquellos valores socavados durante el primer conflicto bélico mundial. La autora puntualiza que para el análisis de esta metodología política hay que remitirse al término Völk (pueblo); este concepto surgió en Alemania entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. “No remite simplemente a una mera significación superficial, sino que en su plano más abstracto connota un sistema de valores y un ideal inmutable de lo que significa ser pueblo. El término Völk remitía a la existencia de “un alma” del pueblo. Los alemanes estaban unidos por su ascendencia, su cultura y su lengua. La tarea era recobrar y liberar esa alma del Völk, perdido con los valores antiguos” (Soubelet, C: 2006).
La esencia del Völk, como sistema cultural, se distinguía de los valores democráticos occidentales surgidos tras el capitalismo. El atributo fundamental de la cultura alemana tradicional descansaba en una “misión a beneficio de la humanidad” (Soubelet, C: 2006); la “naturaleza” alemana perseguía principios visceralmente apartados de los conceptos de individualidad y raciocinio de la cultura capitalista occidental, donde el individuo se hallaba subsumido a la Nación. Asimismo, este concepto estaba íntimamente relacionado con una ideología de superioridad racial del pueblo alemán; la justificación teórica de esta concepción se anclaba en los postulados del darwinismo social, es decir, en la valoración positiva y la exaltación de ciertos rasgos biológicos que funcionaban como la ratificación de una autoproclamada supremacía cultural y política. Se afirmaba y divulgaba la existencia de una raza aria omnipotente, superior al resto, desde una lógica darwiniana que veía en el contexto de desarrollo del hombre un medio hostil en que la lucha por la supervivencia se tornaba feroz y sólo triunfaba el más apto.
La apelación constante por parte del Nacionalsocialismo a la construcción de un liderazgo ecuménico de la raza aria tenía por objetivo dar a las masas una conciencia de nación cuya cohesión básica residía en la etnicidad. La lectura hitleriana del socialismo no atendía a la concepción marxista tradicional de la revolución social encarnada en la clase obrera, sino que revindicaba la condición étnica como sujeto de cambio. En Mi lucha, Hitler caracterizaba el trasfondo socialista del nazismo en el propósito de “la nacionalización de las masas” o en la intención de “arrancar a los obreros alemanes del engaño internacional”; “ser ´social’ era gozar de una conciencia de ´sentimiento’ y ´destino’ en la comunidad nacional” (Soubelet, C: 2006).
Lo primero que se debió hacer para el alcance de estos objetivos fue un preciso trabajo sociosemiótico a los efectos de quitarle al lexema “propaganda” la connotación peyorativa que había adquirido tras el primer conflicto bélico mundial a raíz de las mentiras sistemáticas difundidas sobre los avances y resultados de la guerra. Por lo tanto, hubo que inocular un sentido positivo del término a la población alemana. Ilustrativas de esta situación son las demagógicas declaraciones de Erwin Schoeckel, responsable y exegeta de las campañas gráficas del Tercer Reich, quien llega a insinuar que Alemania perdió la guerra a causa de la mediocridad de unos carteles que no lograron motivar a su pueblo al esfuerzo supremo necesario para ganar el enfrentamiento.
La necesidad de corregir y superar esta técnica de comprobada eficacia para los países aliados era pensada como condición insoslayable a los fines de evitar el fracaso e impulsar el reconocimiento de Alemania y de la ideología nazi como portadores de valores mundiales supremos. Durante 1914 y 1918 las piezas comunicacionales elaboradas por el gobierno alemán carecían del elemento emotivo saturador de la propaganda aliada. En este contexto, Hitler vislumbró en la propaganda cuidadosamente planificada una feroz fuerza movilizadora en el sentido pavloviano estímulo-respuesta, inmanente a la psicología conductista; esta metodología de acción del régimen posee su correlato teórico en las premisas de la primera etapa de la Mass Comunication Research y, en términos sociológicos, se traduce en un modelo comunicativo lineal estructurado en torno a la preponderancia del emisor y la consecuente pasividad del receptor. La implementación de la llamada Teoría de la Aguja Hipodérmica se basaba en la convicción de que era posible manipular determinadas conductas sociales. La inoculación de sentidos en el seno de la sociedad se concretaba en la exposición pasiva a los mensajes emitidos por los medios masivos de comunicación. La función y pertinencia política de la propaganda, sus técnicas y fundamentos, fueron compendiadas en el Mein Kampf, un verdadero tratado que sirvió de guía al Ministerio de Propaganda, a cargo de Joseph Goebbels.
La importancia de los métodos propagandísticos para la construcción de un partido con liderazgo fuerte, y para la sumisión y obediencia esperadas de las masas, quedó claramente expuesta en las palabras que Hitler pronunció en el Congreso de Nuremberg de 1936: “la propaganda nos ha llevado hasta el poder, nos ha permitido desde entonces conservar el poder, también la propaganda nos concederá la posibilidad de conquistar el mundo”.
Todo el proceso propagandístico respondió a una superestructura omnipotente y omnipresente que tenía por objeto un férreo adoctrinamiento psicológico de las masas, basado en la acentuación y radicalización de sentimientos preexistentes que se anclaban en la culpabilidad e inferioridad por la derrota en la primera guerra mundial y en las condiciones políticas objetivas vinculadas fundamentalmente a una tradición democrática débil (experiencia de Weimar). La concentración emotiva de los mensajes, a partir de estos factores, generaba un efecto de sugestión y aceptación espontánea de las consignas del régimen nazi. Este despliegue simbólico perseguía la construcción de un consenso en la sociedad civil alemana que permitiese la implementación de mecanismos coercitivos con vistas a la reproducción y el liderazgo mundial de los valores y creencias de la raza aria.
A diferencia del régimen nazi, que legitimó su ascenso al poder a través de una profusa utilización de la propaganda popular y emotiva, la generación de consenso en la sociedad Argentina de 1976 tomó formas nuevamente inversas. La Junta Militar impuso un orden mediante la coerción directa y la férrea censura, control y manipulación de los medios masivos de comunicación. Esta situación quedaba expuesta en el comunicado Nº 19, emitido por la Junta de Comandantes en Cadena Nacional y todos los medios de comunicación: “Se comunica a la población que la Junta de Comandantes Generales ha resuelto que sea reprimido con la pena de reclusión por tiempo indeterminado el que por cualquier medio difundiera, divulgare o propagara comunicados o imágenes provenientes o atribuidos a asociaciones ilícitas o personas o grupos notoriamente dedicados a actividades subversivas o de terrorismo. Será reprimido con reclusión de hasta 10 años el que por cualquier medio difundiera, divulgare o propagara noticias, comunicados o imágenes con el propósito de perturbar, perjudicar o desprestigiar la actividad de las Fuerzas Armadas de seguridad o policiales”.
El contexto sociopolítico, de movilización y organización social, en que la cúpula militar pergeña su escalada al poder le impedía legitimarse por medio de valores conservadores, retrógrados y capitalistas; este clima epocal determinó la acción golpista de los militares y la utilización de métodos coercitivos. Asimismo, el funcionamiento y consolidación del régimen dependía también de la posibilidad de lograr un grado de adhesión por parte de la sociedad civil; de este modo, la Junta Militar buscó los intersticios para generar ese consenso. En lugar de la construcción del consenso para el ejercicio de la coerción, como en el estado nazi, el gobierno militar conjugó este binomio de un modo inverso. Los intentos legitimadores del gobierno de facto tuvieron aceptación en el orden social sólo una vez que se acallaron las voces disidentes a través de los mecanismos coercitivos. Allanado el terreno, se aprovechó y propició la aparición de situaciones y acontecimientos puntuales para materializar la legitimidad procurada. La realización del Mundial de Fútbol de 1978, la llegada de la Comisión Internacional de Derechos Humanos en 1979, la guerra de Malvinas con Inglaterra en 1982, fueron espacios favorables para la exaltación emotiva del “ser nacional” en un clima de recepción pasiva de las consignas nacionalistas.
Desde una mirada comunicacional, la generación de condiciones propicias para la aceptación de los valores del “ser nacional” estuvieron marcadas por la inoculación del miedo para que el Terrorismo de Estado penetrara en todos los ámbitos del orden social. De manera paralela al funcionamiento de los instrumentos coercitivos, cohabitaba la planificación de una “política del miedo” que se ejercía como una violencia simbólica que paralizaba a aquellos sectores sociales no cooptados. Una situación ilustrativa de esta política se observa en frases del tipo “extirpar el cáncer de la subversión”, “se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de la autoridad militar”, “combatiremos, sin tregua, a la delincuencia subversiva en cualquiera de sus manifestaciones, hasta su total aniquilamiento”, que buscaban el acatamiento, el silencio, o la reproducción de frases inmovilizantes como “no te metas que te puede pasar algo”. Sobre esta base, los métodos propagandísticos tuvieron efectos similares a los de la Alemania nazi, es decir, la recepción acrítica de los mensajes y la consecuente conducta social en los términos planificados por la Junta Militar.
En suma, el uso planificado de la propaganda política por parte de ambos Estados modernos estuvo vinculado a la necesidad de un adoctrinamiento social. Los nazis perseguían el objetivo de exhortar y reforzar, mediante la propaganda emotiva, aquellos valores tradicionales étnicos compartidos por todo el orden social. En cambio, los militares argentinos buscaban recuperar y revalorar, a través de una “política del miedo”, determinadas representaciones conservadoras que no estaban consolidadas socialmente y que debían ser impuestas a los fines de generar los intersticios necesarios para la legitimación social.
V. Continuidades semánticas y rupturas de los significantes
En términos generales, tanto el régimen nazi como el Terrorismo de Estado en Argentina responden a las características propias de un funcionamiento paroxístico de las técnicas de biopoder inauguradas en el siglo XVIII. Ambos funcionamientos biopolíticos expresan un disciplinamiento y una regulación de las conductas sociales que se manifiestan en un permanente “hacer vivir” y en un indiscriminado “hacer morir”, que, a su vez, exige una eternizante implementación de estrategias de consenso para el encubrimiento de mecanismos coercitivos inmanentes a la biopolítica.
El ejercicio de las técnicas tanto biopolíticas como de consenso tiene su correlato no en la modificación semántica de los mecanismos de poder, sino en un permanente cambio de rostro de los significantes. Ya no es la reproducción universalizante de la raza aria, sino la extirpación del cáncer comunista y la constitución del “ser nacional”.
La característica principal de la ejecución de estas políticas es su trasfondo racista, homicida y suicida. Racista, en tanto pretensión de pensar lo biológico como instrumento para alcanzar estados globales de equilibrio. Homicida, en tanto concebir la muerte del otro como condición de posibilidad para la propia vida. Y suicida, en tanto exposición a la muerte de la propia nación con el fin de alcanzar su obsesivo deseo.
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