¿Orden sin autoridad?: una revisión del concepto de autoridad desde el punto de vista de la gubernamentalidad contemporánea[a] 
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              por Pablo Julián Hupert          | 
    
     
      Universidad de Buenos Aires. Facultad de Filosofía y Letras. Carrera de  Historia. 
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      | pablohupert@yahoo.com.ar | 
    
    
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      Para citar este artículo: Rev. Arg. Hum. Cienc. Soc. 2019; 17(1). Disponible en internet:  
      http://www.sai.com.ar/metodologia/rahycs/rahycs_v17_n1_02.htm | 
    
    
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      Resumen | 
    
    
      Al estudiar el clásico weberiano Economía y sociedad, encontramos que  dominación y autoridad son tratados como sinónimos. Esa sinonimia, que hace un  siglo era autoevidente, hoy, para entender las formas de gubernamentalidad,  debe ser cuestionada, pues existe dominación sin autoridad. A través de una  lectura conceptual de textos de la filosofía política, explicitaremos los supuestos  básicos de la relación de autoridad con el objetivo de revisar si se constatan  en los dispositivos de gubernamentalidad contemporáneos. Por un lado, la  obediencia suponía, según Kojève, una renuncia consciente a reaccionar contra  la autoridad. Por otro, la autoridad requería, según Hobbes, una representación  unificada de los subalternos por parte del mandante. Además, el dominio de una  autoridad mostraba, según Weber, órdenes expresas. El objetivo es mostrar que el  poder de orientar las conductas actualmente no funciona personificándose como  autoridad, para plantear una hipótesis sobre la endémica crisis de autoridad  contemporánea.        | 
    
    
      | Palabras clave: gubernamentalidad  contemporánea, autoridad, representación. | 
    
    
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      Order without authority?: a review of the concept of authority from the point of view of contemporary governmentality | 
    
    
      Abstract | 
    
    
      When studying Weber’s classic Economy and society, we find that  domination and authority are treated as synonyms. A century ago, that synonymy  was self-evident, but nowadays, to understand the forms of governmentality,  must be questioned, since there is domination without authority. Through a  conceptual reading of texts of political philosophy, we will make explicit the  basic assumptions of the relationship of authority with the aim of reviewing  whether they are found in contemporary governmentality devices. On the one  hand, obedience meant, according to Kojève, a conscious resignation of reacting  against authority. On the other, the authority required, according to Hobbes, a  unified representation of the subordinates by the principal. In addition, the  domain of an authority showed, according to Weber, express orders. Our objective  is to show that power to guide behaviors does not currently work as an  authority, to raise a hypothesis about the endemic crisis of contemporary  authority.   | 
    
    
      | Keywords: contemporary governmentality, authority, representation. | 
    
    
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      Sobre el poder se sabe mucho en  nuestros círculos. Sobre la autoridad, poco y nada. Es que se asume que poder y  autoridad son lo mismo, o casi, y que no importa mucho discernir ese poco que  les falta para ser totalmente lo mismo. Será necesario, para no confundirlos,  esclarecer con paciencia un concepto de “autoridad” que permita distinguirla de  “poder”. Una distinción cualitativa, donde el “son casi lo mismo” se convierta  en “son cosas diferentes” o quizá “son su diferencia mutua”. 
           
          La importancia de la cuestión  está planteada en nuestra circunstancia. Se nos dice continuamente, y en  diversos lugares del planeta, que vivimos una crisis de autoridad. Es una  crisis endémica, por lo visto, pero mencionarla suele ser un llamado al orden y  no al pensamiento, a la policía y no a la política. Aquí la mencionamos para  pensarla. Si autoridad queda soldada al orden, es porque, según Arendt, desde  la modernidad no tenemos experiencia de ella (una ausencia que, según Revault  d’Allonnes, se agrava desde la posmodernidad). Ahora bien, no conocerla tiene  efectos serios sobre el vivir juntos. “Arendt subraya que el problema, lejos de  limitarse a una cuestión de vocabulario, remite a la naturaleza misma de la  relación política”[1]. Y la convivencia  –no el orden– sí convoca un pensamiento y una experimentación políticos. 
        
          “Vivir en un  campo político sin autoridad y sin la conciencia paralela de que la fuente de  autoridad trasciende al poder y a los que están en el poder, significa verse  enfrentado de nuevo -sin la fe religiosa en un comienzo sacro y sin la  protección de las normas de comportamiento tradicionales y, por tanto, obvias-  con los problemas elementales de la convivencia humana”[2]. 
                 
         Ahora bien. Nuestra tesis sostiene que la crisis de autoridad no es  causa de los problemas que tenemos para convivir en estos días. Sí que es un  efecto de una respuesta contemporánea a la crisis contemporánea del vivir  juntos. Esa respuesta es una gubernamentalidad sin autoridad o con autoridad  ocasional, ad hoc, que por su propia  eficacia pone en crisis la autoridad en su sentido más clásico. (No se trata  del origen de esta crisis, que se haya más bien en las luchas que los grupos  subalternos han librado en el siglo XX, sino más bien del efecto que esta  gubernamentalidad segrega al funcionar.) 
           
        Deberemos entonces definir autoridad en su sentido más clásico, y a eso  dedicaremos las próximas páginas. De tal manera podremos ir mostrando que sus  rasgos definitorios no se constatan en nuestros días.            | 
    
    
      I.  Arendt | 
    
    
      Para Arendt, solamente romanos y  católicos experimentaron la autoridad (hasta la rebelión luterana, no desde  entonces). La define de modo general del siguiente modo: 
        
          “La autoridad  siempre demanda obediencia y por este motivo es corriente que se la confunda con  cierta forma de poder o de violencia. No obstante, excluye el uso de medios externos  de coacción: se usa la fuerza cuando la autoridad fracasa. Por otra parte, la  autoridad y la persuasión son incompatibles, porque la segunda presupone la  igualdad y opera a través de un proceso de argumentación… Ante el orden igualitario  de la persuasión se alza el orden autoritario, que siempre es jerárquico. Si hay  que definirla, la autoridad se diferencia tanto de la coacción por la fuerza como  de la persuasión por argumentos. (La relación autoritaria entre el que manda y el  que obedece no se apoya en una razón común ni en el poder del primero; lo que tienen  en común es la jerarquía misma, cuya pertinencia y legitimidad reconocen ambos  y en la que ambos ocupan un puesto predefinido y estable.)”[2]. 
             
            “La autoridad  implica una obediencia en la que los hombres conservan su libertad”[2]. 
             
          “La  diferencia entre tiranía y gobierno autoritario siempre ha sido que el tirano  manda según su voluntad y su interés propios, en tanto que aun el más  draconianamente autoritario de los gobiernos está limitado por unas leyes. Sus  actos se rigen por un código que o [bien] no proviene de un hombre, como es el  caso de las leyes de la naturaleza, de los mandamientos de Dios o de las ideas  platónicas, o bien de ninguno de los que ejercen el poder. En un gobierno  autoritario, la fuente de la autoridad siempre es una fuerza externa y superior  a su propio poder; de esta fuente, de esta fuerza externa que transciende el  campo político, siempre derivan las autoridades su «autoridad», es decir, su  legitimidad”[2]. 
                 
                  Retendremos entonces qué no es  la autoridad. No es poder físico; obliga pero no por persuasión ni por  coacción. Tampoco se confunde con autoritarismo, ni es su germen, pues sí pone  límites a quien ejerce el poder. No es igualitaria, pues supone una relación  jerárquica (entre seres humanes libres)[b]. Así, la autoridad sería  una fuerza que conmina por sí misma, y no por una amenaza que la acompañe; una  fuerza simbólica, en la que los “puestos” previos de la jerarquía conminan una  obediencia a sus ocupantes. (Volveremos a encontrar en Kojève la autoridad  entendida como una relación estructural, es decir, entre lugares  preestablecidos). La autoridad no puede reducirse entonces a una figura de  autoridad, pues es una relación. Retendremos también que es una relación en la  que sus términos se reconocen mutuamente, incluyendo el reconocimiento de su  asimetría. 
           
        Retendremos de qué depende. Esa  relación de autoridad no se basta a sí misma; necesita un apoyo externo al campo político. En Roma,  piedra de toque de la conceptualización arendtiana (pero también de la  moderna), ese apoyo venía de una leyenda sacralizada, de una trascendencia: la  fundación de esa ciudad. 
        
          “Tanto la autoridad  como la tradición ya habían desempeñado un papel decisivo en la vida política de  la República romana. En el corazón de la política romana, desde el principio de  la República hasta casi el fin de la época imperial, se alza la convicción del carácter  sacro de la fundación, en el sentido de que una vez que algo se ha fundado conserva  su validez para todas las generaciones futuras”[2]. 
           
                 
        Arendt explica que para el  ciudadano romano la tradición, la religión y la autoridad formaban una terna  que se fortalecía mutuamente: la tradición de la fundación religaba a cada  quién con un pasado que debía honrar observando la palabra de los ancianos y  glorificando a la Ciudad. 
           
          Así, el sostén (o fuente de  legitimidad) de la autoridad estaba fuera de la pirámide política[2], en una  trinidad de esos tres términos, que perviviría en el catolicismo: 
         
        
          “Desde [la  amalgama grecolatina efectuada por la Iglesia católica] se ha visto -y el hecho  habla de la estabilidad de la amalgama- que cada vez que se dudaba de uno de  los elementos de la trinidad romana religión-autoridad-tradición o se lo eliminaba,  los dos restantes ya no estaban firmes. Fue, pues, un error por parte de Lutero  pensar que ese desafío a la autoridad temporal de la Iglesia y su apelación al juicio  individual y no guiado podía dejar intactas la tradición y la religión. También  se equivocaron Hobbes y los teóricos políticos del siglo XVII al suponer que la  autoridad y la religión se podían salvar sin la tradición”[2]. 
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      II. Revault  d’Allonnes | 
    
    
      Myriam Revault d’Allonnes  apuesta a una recuperación modalizada o aggiornada (quizás ingenuamente conservadora) de la autoridad. Da entonces una definición  de autoridad tal que su interés en recuperarla pueda emplearla hoy: “lo que la  singulariza es el modo de reciprocidad inherente a la dimensión del reconocimiento”  entre los polos implicados en la relación de autoridad[1]. Como en Arendt, “los  dos términos… reconocen mutuamente la justeza y legitimidad de esa disimetría  en la que cada una de ambas partes tiene su lugar establecido «de antemano»”[1].  
         
        Y, en lo que quizá sea el sello  distintivo de su tesis, hace anclar la autoridad en su capacidad para hacer que  las relaciones sociales duren –e incluso, en lo que quizá sea una atribución  exagerada que también signa su tesis, sencillamente ocurran. 
        
          “En la medida en  que la auctoritas —que se ejerce en  todos los ámbitos de la existencia social— asegura la validez del mundo común  hacia arriba y hacia abajo, en la medida en que «garantiza» el ser-juntos en el  tiempo, puede ser tenida, mucho más que por un atributo del poder, por el fundamento…  del lazo humano”[1]. 
         
         Así, la autoridad tal como fuera  practicada por los romanos, con su anclaje en una fundación sacralizada, muestra  la necesidad de hacer permanecer la empresa política y transmitir sus  experiencias, poniendo en relación a “los vivos con los que ya no lo son”[1]. 
           
          Le interesa a Revault esta  “generatividad” de la relación de autoridad: daría una temporalidad que  habilita y liga a la vez permanencia y novedad, continuidad y comienzo. Así  extrapola la específica temporalidad que la auctoritas romana creaba a la temporalidad moderna, proponiéndola también para la época  actual. En el caso moderno, la fuente de autoridad venía, según Revault, no ya  de una Fundación sacra sino de un Telos histórico que daba legitimidad al  comienzo revolucionario. Así llega a estar en condiciones de caracterizar que  “la [actual] crisis de la autoridad —ruptura del «hilo de la tradición»— es  principalmente una crisis de la temporalidad”[1],  es decir, de la continuidad del tiempo. 
               
        
          “La inscripción  del actuar en una orientación temporal lleva… a considerar que también el  futuro ejerce una autoridad; por eso, la caída de la autoridad del futuro  indica hoy una especie de paroxismo de la «crisis» de la autoridad.” [1] 
                               
         
        Si Arendt afirmaba que la crisis  de autoridad había comenzado con la modernidad, Revault sostiene que en nuestra  contemporaneidad esa crisis se acentuó. 
           
          Ella propone que esa crisis  puede resolverse invocando la noción de institución, entendida esta como  dispositivo que asegura un tiempo común (o duración) y un mundo compartido[1],  y que habilita a las autoridades a autorizar “a sus sucesores a emprender a su  vez algo nuevo, es decir, imprevisto” y volviendo a relacionar lo nuevo y lo  antiguo: “Comenzar es comenzar a continuar. Pero continuar es, también,  continuar comenzando”[1]. 
           
          Así se sostendría –al menos  conceptualmente–  la continuidad por  sobre la discontinuidad, haciendo que los comienzos no sean rupturas sino continuaciones  de continuaciones; la autoridad se convierte para ella en el hilo mismo de la  continuidad entre generaciones y, por extensión, del “lazo humano”. En fin,  cree poder resolver la crisis de temporalidad contemporánea reintroduciendo la  institución, como algo que puede sostener la relación de autoridad, que a su  vez puede sostener la continuidad y la inauguración a la vez. 
           
          Entonces, hay autoridad si y  solamente si hay institución. Pero hoy no hay instituciones en ese sentido  (producción y reproducción de duración y mundo compartidos); en lugar de  institución, hay “astituciones”, esto es, instituciones fluidas que una y otra  vez deben validarse o legitimarse y muchas de las cuales tienen, entre otras  características, la de durar menos que una generación; fue el caso del plan  ConectarIgualdad, por ejemplo. Ese plan ya fue desmontado, pero debemos  advertir la gran cantidad de instituciones fundadas hace menos de una  generación (las universidades del conurbano bonaerense o el partido en el  gobierno en Argentina, por ejemplo, así como a nivel internacional el Mercosur  y otras). Hoy no hay tiempo que  ligue establemente pasado-presente-futuro ni por lo tanto tampoco las  generaciones[1]. Si los romanos tenían en la autoridad la clave para “asegurar  la empresa política” (tal la expresión de Revault) que produce y reproduce un  mundo común, la contemporánea policía de lo social ha inventado otras maneras  de asegurar la empresa política de hacer funcionar lo social. Como dice Tiqqun,  la hipótesis cibernética es “la política del fin de la política”. Para Revault, 
 
        
          “el problema  reside en saber si la legitimidad es un suplemento (en el sentido de adición) o  si, al contrario, designa ese «siempre ya-ahí» que… caracterizaba a la  autoridad”[1]. 
           
         
        Justamente: en el mundo contemporáneo, como no hay precedencia en que pueda  fundarse la autoridad, hay “adición” continua. El mandatario, para que haya orden,  gobierno, policía, procede, una y otra vez. Y ese proceder es múltiple: a veces  ordena, a veces demanda, a veces se queja, a veces twittea, a veces presiona a  través de los medios, a veces distrae, a veces firma autógrafos a su público, a  veces hace hablar a los medios, a veces coacciona, a veces encarga encuestas, a  veces invoca la ley o la nación o la democracia o la vida u otro vetusto lema  de la Modernidad o la religión, etc., a veces gestiona la mediatización de la  represión o los procedimientos judiciales, pero en ninguno de esos casos da por  sentado, en su práctica e independientemente de lo que crea, un "ese  «siempre ya-ahí» que caracterizaba a la autoridad" que lo invista de  autoridad. 
           
        Ello conlleva que no se dé esa exterioridad –que Arendt señalaba como  inherente al gobierno con autoridad– de la fuente de la autoridad respecto de  la pirámide del poder formal. Lo diremos con Ignacio Lewkowicz, quien  consideraba que esa exterioridad era, para el Estado-nación, el pasado  nacional: 
        
          “El proceso práctico hoy está liquidando el  arraigo del Estado en la nación… La legitimación hoy no proviene de su anclaje  en la historia nacional sino de su eficacia en el momento en que efectivamente  opera”[3]. 
             
         
        Este Estado “desarraigado” de su nación, entonces, se legitima en el  momento. Pero no debemos ver aquí un “presentismo” por debilidad ansiosa o por  errada creencia, sino una imposibilidad práctica, efecto de las condiciones  histórico-sociales contemporáneas, de generar y sostener trascendencias a las  que recurrir. La posibilidad de recurrir a semejante cosa es  consustancial a la posibilidad de construir mitologías -o "Historias"  (así, con mayúscula). Por caso, la arqueología ha mostrado que Roma no tuvo un  día de fundación sino un proceso de formación paulatino, por amalgama de aldeas  que fueron expandiéndose sobre sus “siete colinas” y por interrelación de sus  pobladores a través de “una serie de juegos religiosos que comenzaron a unir a  los grupos”[4]; la leyenda de  Rómulo y Remo fue un mito retrospectivo. El mismo Jesús de Nazaret no  sobresalió de la proliferación de profetas de su tiempo hasta que Pablo de  Tarso contó su resurrección.  
           
          En fin, es imposible en nuestros  días inventar la ficción (inventar una ficción incluye creerla) que autoriza; “lo  que «autorizaba» venía de más lejos: de ese «antes» anterior al tiempo que era  el acto de fundación de la ciudad” [1] en el mundo romano o la resurrección en  el católico o el contrato en el moderno. La época contemporánea, sus cáusticas  formas de comunicación, su nihilismo, impide la construcción de mitologías y  leyendas capaces de construir figuras “metafísicas” o suprahistóricas,  exteriores a su temporalidad vertiginosa y engullente, que operen como  mediaciones trascendentes de la socialidad.          | 
    
    
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      III.  Kojève  | 
    
    
      A la pregunta qué es la  autoridad, responde parecido a Arendt-Revault: relación social de mutuo  reconocimiento; también considera que el recurso a la fuerza física indica su  ausencia.[5]  Pero agrega algo clave: la declinación deliberada de la posibilidad de  resistencia por parte del lado inferior de la relación:  
 
        
          “El acto autoritario se distingue de todos los  demás por el hecho de que no encuentra oposición por parte de quien, o de quienes, es el destinatario. Lo que presupone por una  parte, la posibilidad de una  oposición y, por la otra, la renuncia consciente  y voluntaria a la realización de esa posibilidad” [5]. 
         
                  Da ejemplos valiosos: 
         
        
          “Si arrojo a  alguien por la ventana el hecho de que caiga no tiene nada que ver con mi  autoridad pero ejerzo una autoridad manifiesta sobre él si él mismo se tira por  la ventana ante una orden que yo le doy y que materialmente él habría podido no  ejecutar. El hipnotizador no tiene autoridad sobre aquel a quien hipnotiza. No  tengo necesidad de emplear mi autoridad para hacer que alguien haga a alguien  algo que… le habría hecho incluso sin que yo se lo dijera… Se considera que el  agente investido de autoridad comprende esa orden y la acepta libremente: un fonógrafo que transmite la palabra del  jefe no tiene ninguna autoridad en sí mismo” [5]. 
           
         
        Se ve por un lado claramente que  el poder de arrojar a alguien no es necesariamente autoridad sobre él. Y por  otro lado, extendiendo el ejemplo del fonógrafo, que un celular y una app no tiene autoridad sobre su usuario  porque no comprende ni acepta libremente lo que induce a hacer. 
           
          Por otra parte, al mismo tiempo  que acuerda con Arendt y Revault en el punto central (que toda autoridad es,  por definición, reconocida), no recurre al elemento trascendente de la fuente  de legitimidad. Se podría considerar  que Kojève, que no toma Roma como piedra de toque de su conceptualización, da  sí una explicación estructural del carácter establecido de una relación de  autoridad. Por ejemplo, en la relación de autoridad del tipo puro padre: “la  Autoridad del Padre es "la Autoridad" de la causa sobre el efecto”[5]. En la del tipo árbitro: “Si no se  reacciona contra los actos ("juicios") de un Árbitro es porque se  supone su imparcialidad, es decir, precisamente el hecho de que encarna… a la  Justicia.” En la del tipo amo: “el Esclavo renuncia consciente y  voluntariamente a su posibilidad de reaccionar contra la acción del Amo; lo hace porque sabeque esa reacción implica el riesgo de su vida y porque no quiereaceptar ese riesgo”[5].   
           
          Volviendo, sea por explicación estructural o por recurso a una fuente  trascendente, debemos retener que el reconocimiento de alguien como agente o  soporte de una relación de autoridad queda fuera del alcance del  relacionamiento social cotidiano (se ubica en “un antes del tiempo”, diríamos  con Revault, o en un “exterior del campo político”, con Arendt). Así, “la Autoridad  se impone por sí misma a quienes la experimentan: o bien no existe Autoridad en  absoluto o bien es "reconocida" por el solo hecho de su existencia”[5]. En la autoridad establecida clásica (esto es, la autoridad de la que  nos hablan Kojève, Weber, Hobbes, Arendt y Revault) hay un bucle que hace que,  por existir, se la reconozca y, por reconocérsela, exista; ese bucle la  sostiene como inmune pero a su vez necesita un sostén fuera de la inmanencia de  la relación. Si el establecimiento de una relación de mando o su reproducción  dependen exclusiva o principalmente de la inmanencia de la relación, entonces  no estamos en un caso clásico de autoridad establecida. Si alguien (funcionario  político, docente, gerente o coordinador) debe practicar el tan mentado  liderazgo managerial más o menos permanentemente, entonces no estamos ante una  relación de autoridad clásica: su “cargo” no es un lugar relacional  preestablecido que asegure automáticamente el reconocimiento. En este caso,  estaría funcionando un orden sin autoridad, donde hay asimetrías de poder pero  no esa legitimidad que asegura a la autoridad la ausencia de oposición. 
           
          Por otro lado, en Kojève queda claro que la Autoridad es con  “soporte”, personificada.  
           
          Al detenerse, en el “Apéndice”, a analizar la autoridad  del mariscal Pétain, comienza preguntando “a qué tipo pertenece la Autoridad  que tiene por "soporte" a la persona del Mariscal”[5]. Al detenerse  en la cuestión de la transmisión de la autoridad, es más directo y tajante: 
 
        
          “Por definición toda la Autoridad política  pertenece en bloque al Estado en tanto tal. Pero el Estado es una entidad 'ideal',  que necesita un 'soporte real' ('material') para poder existir  en el mundo espacio-temporal. Este 'soporte' está formado por  individuos o por grupos de individuos humanos… El 'soporte' del  Estado es al mismo tiempo el 'soporte' de la Autoridad política: es  él quien la 'posee' y la 'ejerce', es en, y por él, que la  Autoridad es real (activa)”. “La Autoridad política… tiene un 'soporte'”[5]. 
         
                  Hay, entonces, poderes impersonales, pero no hay autoridades impersonales.  Autoridad impersonal es una contradicción en sus términos. A todos los rasgos  mencionados como definitorios de la autoridad, debemos agregar que la relación  de autoridad es entre personas (lo veremos más manifiestamente en Hobbes). 
        Así, una  autoridad es una fuerza con máscara de persona. El principio de una relación de  autoridad encuentra en sus “soportes físicos” a los representantes de ese  principio. Entonces, si un algoritmo o una app induce o incluso conduce a alguien a hacer algo, no tiene autoridad sobre él:  tiene poder sobre él, porque éste se deja inducir o conducir (“mandar”), pero  no tiene autoridad porque el algoritmo no tiene un rostro, es decir, no es una  persona investida de autoridad, es decir, no es un representante de un  principio de autoridad, es decir no es una autoridad reconocida por portar o  soportar las señas de la autoridad legítima, es decir no es un representante de  un principio de legitimidad. Ese algoritmo, en este sentido, cumple el sueño de  todo poder: conducir al dominado sin darle una orden; ordenar las situaciones  sin ofrecer un rostro identificable al que orientar una posible resistencia.
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      IV. Hobbes 
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      También en Hobbes la fuente de la  autoridad del soberano es “una fuerza externa y superior a su propio poder”  (Arendt) o un “«antes» anterior al tiempo” (Revault). Esa fuente superior,  anterior y exterior es el contrato. 
         
        Hobbes en De Cive (1642) [6]  había arribado a la idea de que, para asegurar el bien que, lo sabemos por la  recta razón, conviene a todos los individuos –la paz–, es necesario un contrato  y también una unión. No alcanza con el compromiso mutuo de respetar las leyes  de la razón sino que se debe agregar un común sometimiento a un tercero.  
         
        
          “El acuerdo o asociación contractual no  basta para producir esa seguridad que se requiere para el ejercicio de la  justicia natural; hace falta que haya un poder común en virtud del cual los  individuos particulares sean gobernados por miedo al castigo.  
            “Por lo tanto, como el acuerdo entre  muchas voluntades no es suficiente para preservar la paz y para conseguir una  defensa duradera, se requiere que en aquellos asuntos necesarios que se  refieren a la paz y a la autodefensa haya una sola voluntad entre los hombres.  Pero esto no puede lograrse, a menos que cada hombre someta su voluntad a la de  otro, ya sea este otro un individuo o un concejo; y que cualquiera que sea la  voluntad de éste en asuntos necesarios para la paz común, sea aceptado por las  voluntades de todos los hombres en general, y de cada uno en particular”(cap.  5, §5 y §6). 
           
         
        A este segundo acuerdo, por el  cual los hombres se someten por miedo a una voluntad superior que funge como  tercero entre los suscribientes del primer acuerdo, Hobbes no lo llama ya  “contrato” sino “pacto unionis” o  sencillamente “unión”: una unión es la “sumisión de las voluntades de todos los  hombres a una sola voluntad (sea la de un individuo o un concejo)” (5 §7). “En  una unión, el derecho de todos los hombres se transfiere a uno.” Someter la  propia voluntad a la de otro es transferirle o cederle a éste “el derecho de  hacer uso de sus fuerzas y facultades.” En una unión, como todos los demás han  hecho lo mismo, ese poder es temible, y por lo tanto, unifica: “tiene tanto poder que puede hacer que las voluntades de  los individuos particulares lleguen, por temor a dicho poder, a la unidad y la concordia” (5 §8). 
           
          Este segundo acuerdo no se hace  en un momento diferente y posterior al primero sino al mismo tiempo. Lo que  importa es diferenciar que, en lo que en general conocemos por contrato social,  según Hobbes hay dos pasos lógicos: un “acuerdo de muchos” primero y un pacto unionis después. Si aquél es  horizontal y presenta a los individuos su acuerdo mutuo, este último es  vertical y re-presenta el acuerdo mutuo alienándolo en una “unión” o “ciudad”,  que es una nueva persona. 
           
          Ha aparecido el Todo, y se ha  personificado como ciudad (luego se llamará Estado o Leviatán). Ningún  suscribiente particular tendrá en adelante derecho a resistirse (5 §10) a la  nueva persona llamada ciudad (la que personifica al todo o unión). Así, el  representante creado por el segundo acuerdo ausenta a los suscribientes del  primero. Por esto era que “ningún ciudadano en particular, ni todos juntos, han  de ser tomados como ciudad,” salvo “aquel cuya voluntad representa la voluntad  de todos”, la de la unión. Para que no queden dudas: “La ciudad retiene su derecho contra el disidente,  esto es, el derecho de hacer la guerra contra un enemigo.” (cap. 6, §2) 
           
          Resulta vital entonces que el discernimiento de cómo cumplir y hacer  cumplir las leyes que aseguran la paz en el vivir juntos quede en manos de la  persona llamada ciudad o Estado. 
           
          Años después, en el Leviatán (1651)  Hobbes define persona, representante y autoridad[7].  
 
        
          "Una  persona es aquél cuyas palabras o acciones se consideran, o como propias o como  representativas de las palabras o acciones de otro hombre, o de cualquier otra  cosa a los que les son atribuidas, sea de manera real o ficticia" (Hobbes;  capítulo xvi de Leviatán) 
            "La sugerencia básica de Hobbes aquí  es que las personas pueden definirse esencialmente en términos de su capacidad  para representar y ser representadas"[8]. 
             
         
        A su vez, al que representa a  otro lo llama "actor", y al representado, "autor". El “representer” o “actor” actúa por  autorización del autor. 
        
          “‘Las  palabras y acciones de algunas personas artificiales pertenecen a aquellos a quienes representan. Y entonces la persona  es el actor, y aquel al que  pertenecían las palabras y acciones es el autor,  en cuyo caso el actor actúa por autoridad.’ (Hobbes [cursivas en el  original; subrayado de PH]) 
            "Si,  en otras palabras, realmente tengo autoridad para actuar como representante de  otra persona, esto solo puede ser porque la otra persona me ha autorizado a  realizar la acción en su nombre" [8]. 
            "En  otras palabras, ahora [en Leviatán],  se dice que el pacto político toma la forma de un acto, no de cesión [como se  dijo en De Cive], sino de autorización,  un acto por el cual cada miembro de la multitud se convierte en autor de lo que  sea dicho y hecho en su nombre por su representante soberano" [8 subrayado  nuestro].  
             
         
        Así, “el acto de autorizar a alguien es  otorgarle el derecho de personificar a otra persona”[8]. Así, autorizar es hacerse representar. Tener  autoridad es tener el derecho de representar a alguien/es, y representar a  alguien es personificar a ese alguien, como un actor personifica un rol (con guión  o sin él). Entonces, el papa representa a Dios en la tierra, el senado romano  representa la fundación de Roma, o el Estado-nación representa la historia de  la nación: son todas cosas ficticias (dios, fundación, historia nacional)  representadas legítimamente (autorizadamente) por personas artificiales (papa,  senado, Estado) que por ello son autoridades. Los mecanismos de autorización  son diversos –apostólico, tradicional, contractual, respectivamente– y son a su  vez ficciones, pero eso no resta legitimidad a la autorización sino que la  funda eficazmente. 
           
          Así,  Hobbes define en qué consiste autorizar: en facultar por contrato a alguien a  representar a quienes suscriben el contrato.  
          Retendremos de este apretado paso por Hobbes lo siguiente. Que la  igualdad de derechos y raciocinio anterior al contrato muestra lo social como una  multiplicación de dificultades, criterios, desacuerdos, conflictos que conducen  a la tan mentada guerra de todos contra todos, la cual puede evitarse por un  contrato que delegue poderes a alguien que será un tercero capaz de arbitrar  entre las partes iguales (y recordemos que el árbitro pertenece a uno de los  tipos puros de autoridad de Kojève, el de juez): 
           
          “Es necesario  para preservar la paz -pues en este caso no puede pensarse en ningún otro  remedio más adecuado- que las partes en litigio se sometan al arbitraje de un tercero  y se obliguen por contrato a respetar el juicio de éste a la hora de decidir  sobre la controversia” (De Cive, cap.  3, §20) 
           
        Como venimos  viendo, no solamente era necesario un tercero sino también que ese tercero  fuera una persona, individual o colectiva, natural o ficcional, pero  contractualmente, representacionalmente, constituida como tal. Ahora bien, en los  llamados contratos inteligentes (que, usando tecnología blockchain, ejecutan automáticamente,  sin recurrir a una instancia judicial o mediadora de ningún tipo, ciertas  cláusulas, como dejar fuera de funcionamiento un producto cuyas cuotas el  comprador no pagó) [9], debemos advertir  que no hay tercero o que al menos eso que tercia es un puro procedimiento  informático, y por lo tanto un procedimiento no personificado: no hay siquiera una persona ficticia que haya  recibido, por un contrato imaginario, autoridad para arbitrar[d]. 
         Retendremos también de esta visita a Hobbes que necesariamente,  para que la persona “ciudad” se erija en representante del pueblo, “ha  de tomarse como si fuese la voluntad de todos” los “hombres” (De Cive, 5, §9). Esto es importante  pues, según el colectivo Tiqqun, “la totalidad, ahora [en el mundo configurado  por la hipótesis cibernética] no es ya un origen a reencontrar sino un devenir  a construir”[10]. Y es importante  porque la totalización de lo social es una característica inherente a la  autoridad estatal-nacional o moderna según Ignacio Lewkowicz [11]  y porque, como señala Kojève, el “Todo” tiene autoridad sobre las “Partes”: 
         
        
          “La teoría del 'contrato social'… (cf. Rousseau)  admite (más o menos conscientemente) la existencia de una Autoridad sui generis del Todo sobre las Partes.  (De esa manera, para Rousseau, la Autoridad del Todo –o de la 'voluntad  general'– no se expresa necesariamente por una Mayoría; en ciertos casos, el  uso puede ser contrario a la suma de todas las voluntades particulares. Cf. "contrato  social".)  
            “… Esa 'voluntad general' de  Rousseau (que podemos llamar la Autoridad del Todo sobre las Partes) es lo que  antes se llamaba 'razón de Estado', etc… Es el 'Proletariado'  de Lenin-Stalin, el 'Impero'  de Mussolini el Volk de Hitler, etc.”  [5]. 
   
         
        Y Kojève tiene a su vez el mérito de señalar que  el Todo es otra ficción operante: 
           
        
          “El Todo, en la medida en que se distingue  de la suma de sus Partes, no es una realidad física (material)… Esa  "idealidad" o "irrealidad" del Todo determina también que  la 'voluntad general' no tenga nada que ver con la fuerza, al no ser  más que Autoridad pura…  
            “La idea (biológica [u organicista]) del Todo es llamada a dar cuenta de dos  cosas: l) de la herencia, es decir, de la permanencia de la estructura del organismo…  y 2) de la armonía de los distintos elementos de ese organismo”[5]. 
         
                  Las figuras modernas como Nación, Civitas,  Voluntad General, Sociedad son construidas, en la reflexión gubernamental, como  otros tantos Todos, esto es, “idealidades” o ficciones operantes o personas –que  operan logrando, a través de figuras autorizadas por contrato a representar a  las primeras, la armonía o desmultiplicación de las partes que integran esas  totalidades y su permanencia. (Logran, entonces, esa paz que tanto deseaba  Hobbes). 
           
          También debe retenerse de Hobbes que la  autoridad instituida se instituye por representación, que lo que la autoriza  como autoridad, no es simplemente una fuente trascendente, sino más bien es  estar representando esa fuente.  Recordemos que cada vez más hoy los estados y los funcionarios políticos  prescinden de legitimarse por representar la voluntad de la Nación (una fuente  trascendente originada en “un antes” del Estado) y en cambio recurren a  legitimarse por resolver eficazmente los “problemas” de los gobernados[12]. Esta gestión  eficaz, a su vez, no requiere totalizar lo que gestiona (no muestra el  organicismo que Kojève señalaba en un sistema Todo-Partes). 
        
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      V. Weber | 
    
    
      Podría decirse que el orden “sin”  autoridad es un tipo de ejercicio del poder que no está investido de la  legitimidad que tiene la autoridad. Necesitamos entonces una definición de  “orden” y no solo de “autoridad.” Weber define la dominación u orden como un poder  con forma y con legitimidad. Esto es, como autoridad. 
        
          “§5. La  acción, en especial la social, y también singularmente la relación social,  pueden orientarse, por el lado de sus partícipes, en la representación de la existencia de un orden legítimo. La probabilidad de que esto ocurra de hecho se  llama "validez" del orden en cuestión.” 
            “§5.2. Al  "contenido de sentido" de una relación social le llamamos: a)  "orden" cuando la acción se orienta (por término medio o  aproximadamente) por "máximas" que pueden ser señaladas. Y sólo  hablaremos, b) de una "validez" de este orden cuando la orientación  de hecho por aquellas máximas tiene lugar porque en algún grado significativo  (es decir, en un grado que pese prácticamente) aparecen válidas para la acción, es decir, como  obligatorias o como modelos de conducta.”[13;  subrayados en el original] 
           
         
        Retendremos tres cosas. Que el  orden válido lo es porque sus participantes se lo representan como tal. Que un  orden orienta las acciones sociales. Que la orientación puede ser enunciada  como máximas válidas (para la acción). 
           
          En el capítulo 1, Weber define  poder: 
                   
        
          “§ 16. Poder significa la probabilidad  de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda  resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa  probabilidad…El concepto de poder es sociológicamente amorfo. Todas  las cualidades imaginables de un hombre y toda suerte de constelaciones posibles  pueden colocar a alguien en la posición de imponer su voluntad en una situación  dada. El concepto de dominacióntiene, por eso, que ser más preciso y sólo  puede significar la probabilidad de que un mandato sea obedecido…La  situación de dominación está unida a la presencia actual de alguien mandando eficazmente a otro.” (subrayados en el original) 
           
         
        De aquí retendremos que todas  las “situaciones de dominación” son relaciones de poder, pero nos interesa que  son configuraciones estables, que no son “amorfas” como la idea general de  poder, y que por lo tanto no todas las relaciones de poder son estados de  dominación, al menos en un sentido weberiano. Nos interesa el hecho de que “autoridad”  es una relación de dominación, y no sencillamente de poder, pues tiene forma y  legitimidad. Por este camino, se puede distinguir la relación de autoridad de  la relación de poder y especificarla. Si “podersignifica la  probabilidad de imponer la propia voluntad… cualquiera que sea el fundamento de  esa probabilidad”, autoridad significa la probabilidad de imponer la propia  voluntad con el fundamento de una legitimidad, de un reconocimiento de la  legitimidad de la persona autorizada a mandar o demandar. 
        En el capítulo 3 de Economía y Sociedad Weber define  autoridad como dominación: 
   
        
          “§1.  Debe entenderse por  "dominación"… la probabilidad de encontrar obediencia dentro de un  grupo determinado para mandatos específicos (o para toda clase de mandatos). No  es, por tanto, toda especie de probabilidad de ejercer "poder" o  "influjo" sobre otros hombres… Un determinado mínimo de voluntad de obediencia, o sea de interés (externo o interno) en obedecer, es  esencial en toda relación auténtica de autoridad.  
                 
         
        “…De acuerdo con la experiencia ninguna  dominación se contenta voluntariamente con tener como probabilidades de su  persistencia motivos puramente materiales, afectivos o racionales… Antes bien,  todas procuran despertar y fomentar la creencia en su "legitimidad".”  [13 subrayado nuestro; cursivas en el original] 
           
        De aquí retendremos que autoridad  y dominación son, para Weber, sinónimos.  
           
        Siguen entonces las muy  recordadas tres formas de legitimidad (racional, tradicional y carismática).  Weber las introduce para explicar las formas en que una relación de poder logra  una estabilidad tal que se configura como un estado de dominación –o de  autoridad. Retendremos también el hecho de que Weber, tan metódico y minucioso,  no crea necesario argumentar la igualación entre dominación y autoridad: eso  indica que en sus tiempos todo orden era orden con autoridad [e]. Las formas de legitimidad  orientarán la representación, por  parte de quienes mandan y quienes obedecen, de ese orden como válido. 
           
        Detengámonos un momento en el  hecho de que la relación de dominación (que es aquí lo mismo que la relación de  autoridad) consiste en que uno de sus términos manda y el otro obedece (“alguien mandando eficazmente a otro”). En que, en otras palabras,  no hay autoridad sin una voz de orden explícita.  
           
        Ahora bien, muchos trabajos  contemporáneos muestran que la gubernamentalidad contemporánea no requiere que  el gobernado o dominado sea mandado por otro y que puede quedar preso de la  lógica gubernamental mandándose a sí mismo. Flavia Costa muestra que eso ocurre  con el “dispositivo fitness”, que  logra que cada quién busque llevar una vida saludable como forma de desarrollar  su capital humano. Costa llama fitness al  “conjunto de prácticas orientadas a ajustar [to fit] los cuerpos al régimen del trabajo inmaterial y de  visibilización-estetización” que “parecen requisitos inexcusables para  enfrentar toda situación de mercado:  laboral, afectivo o erótico” [14;  subrayados en el original]. Cada quién cae en esta lógica por una compulsión no  expresa pero eficaz a valorizarse; una compulsión que no viene de otro sino de  sí mismo. No se cumple el requisito weberiano de mandato ajeno y explícito,  pero, en tanto funciona un dispositivo, hay igual dominación –sin autoridad.  
           
        Así, los lamentos sobre “la  crisis de autoridad” se revelan ciegos a la gubernamentalidad contemporánea;  esta gubernamentalidad puede prescindir, cada vez más, de la autoridad, y por  eso mantiene a ésta en crisis. Solo podemos, en este estado de la dilucidación,  bosquejar las relaciones de dominación “an-autoritarias” con pinceladas sueltas  como las que fuimos haciendo salpicadamente a lo largo de este trabajo.          | 
    
    
    
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      VI. Nota final | 
    
    
      En el programa Pensando la cosa [15], Ariel Pennisi  entrevistó a Flavia Costa y Pablo Manolo Rodríguez. Transcribimos un pasaje de  la conversación que plantea el problema de un orden sin autoridad o la  necesidad de pensarlo. 
         
        
          PMR: –La  idea del libro La salud inalcanzable es  mostrar una transformación en la voz de orden. Uno se imagina un sujeto central  con mucha fuerza, mucho poder, que supone siempre una asimetría, que da una voz  de orden o voz de mando… 
            FC: –Lo  que hoy consideramos una vida saludable no está dado por una voz de orden sino  por muchas voces de orden dispersas; algunas por supuesto convergen, pero al  mismo tiempo, a quien es interpelado por esas voces, no le queda del todo claro  cómo manejarse. Hay [tantas alternativas] que cada uno tiene que preguntarse  todo el tiempo ¿qué me conviene? ¿cuál es la voz de orden [conveniente] para  el cuidado de la salud?  
           
         
        Subrayaremos dos cosas. Por un lado, que la voz de orden no viene de  afuera (PMR). Por otro lado, que, si viene de fuera, no es una sino muchas, y  no necesariamente reductibles a una (FC). En esta última idea aparece una  característica fundamental de la autoridad clásica: era Una. Este rasgo era  subrayado explícitamente por Hobbes como necesaria, pero lo dan por supuesto  Kojève, Arendt y Weber (y, con matices, Revault), así como el sentido común  sobre la autoridad. 
           
          El Tercero lograba ordenar no solamente si mandaba, si era reconocido  como legítimo, si totalizaba, si representaba a una fuente exterior, si era una  persona, si representaba a otra persona, si era y quedaba instituido; también  debía cumplir el requisito de ser único y unificador de todas las voluntades  que delegaban en ella “su capacidad de discernir lo que está bien y lo que está  mal” (Hobbes), esto es, su capacidad de desmultiplicar y ordenar el conflicto  inherente al vivir juntos (que es el problema que planteaba Arendt como  concomitante a la crisis de la autoridad tradicional). Las formas de  gubernamentalidad contemporánea multiplican los dispositivos sin intentar  articularlos armónicamente como un todo; es lo que se conoce como gobernanza (que,  a diferencia del simple “gobierno”, es una diversidad sin unidad discursiva  como podía ser la nación del Estado-nación).  
           
          Esperamos haber mostrado que en el orden contemporáneo no encontramos  una autoridad ni en el sentido antiguo ni en el moderno de la relación de  autoridad. Un poder que funciona así, puede de todas maneras recurrir, aquí o  allí (por ejemplo en la crianza de les niñes o en la educación), de manera ad hoc, a relaciones de autoridad, pero,  dado que la autoridad no se sostiene con vigor si no es permanente, el orden  sin autoridad (un orden con autoridades ad  hoc) mina aquí o allí las relaciones de autoridad que parecen funcionar de  forma clásica (por ejemplo en la crianza de les niñes o en la educación). Un  orden que puede funcionar así, haciendo usos tácticos u ocasionales o  situacionales de la autoridad, pone en crisis la autoridad de manera permanente  o endémica. De forma tal, la crisis de autoridad no es una dificultad que el  orden deba solucionar para consumarse, sino que se consuma como este orden  provocando permanentemente, con su mismo funcionamiento, esa crisis.  
                Tradicionalmente,  poder y autoridad han sido sinónimos, pero en el orden actual, autoridad y  dominación han dejado de serlo. | 
    
    
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      Notas | 
    
    
      | [a]  Una  versión más extensa de este trabajo fue presentada al III Congreso Latinoamericano de Teoría Social: desafíos contemporáneos  de la teoría social, 31 de julio, 1 y 2 de agosto de 2019, Instituto Gino  Germani,  Buenos Aires. | 
    
    
      [b]   Aun así, el problema de la  autoridad –y el de la autorización– siguen siendo un problema para el  pensamiento igualitario. Cf. Hupert, Pablo, “Autoridad. Lazo. Común.” Revista Artefactos n° 8 y 9 (en prensa).  Disponible en academia.edu [en línea]. Una articulación posible de común,  igualdad y autorización, en Hupert, P., “Las Madres de la Esperanza y la  autorización ignorante” [en línea]. [Fecha de consulta: 21 de agosto del 2019].  Disponible en: http://www.pablohupert.com.ar/index.php/las-madres-de-la-esperanza-y-la-autorizacion-ignorante/
  | 
    
    
      | [c] Para un desarrollo de la noción  de astituciones, ver P. Hupert, Esto no  es una institución, 90 intervenciones (en prensa) [en línea]. [Fecha de  consulta: 21 de agosto del 2019]. Disponible en: ttp://www.pablohupert.com.ar/index.php/astituciones-y-sus-mas-allas-completo/ | 
    
    
      [d]        
        La innecesariedad del  tercero aparece también en el episodio «Caída en picada» de la serie Black Mirror, que muestra un mundo donde  todas las personas portan un puntaje. Ese puntaje resulta de las calificaciones  permanentes de sus contactos en las redes sociales, así como de compañeros de  trabajo, jefes, funcionarios, vendedores, mozos o cualquier persona con la que  interactúe cara a cara. Como ese puntaje habilita o inhabilita a trabajar,  entrar a una universidad o a una fiesta o a un cine, a comprar o a alquilar una  vivienda, a abrir una cuenta bancaria, etc., mantenerlo elevado (lo más cerca  del máximo posible, que es 5) resulta crítico.  
        En una de las escenas, la  protagonista alza la voz a una empleada aeronáutica a la que le solicitó un  pasaje; la empleada llama entonces al personal de seguridad. Llega un soldado  que se acerca para decirle a la protagonista que debe irse, a lo cual se niega.  “Si usted se sigue negando, le serán descontados dos puntos”, le advierte el  soldado. Ella intenta explicarle por qué necesita comprar el pasaje de avión.  En otras palabras, no se va, por lo que el soldado le aplica y cobra la “multa”  de dos puntos. Este significativo descenso le implica inhabilitación para subir  a un avión o alquilar un auto para hacer el viaje que necesita hacer. 
        En esta escena –y otras,  como cuando no puede entrar a su lugar de trabajo por otra baja en el puntaje  que le hace perder el puesto– se ve que los castigos que suspenden derechos no  son resultados producidos por un proceso judicial. Son efectos sin mediaciones  procesuales ni mediadores personales –sin juicio, en suma. Las formas por las  que el orden llega a prescindir de autoridades son innumerables e inesperadas.       | 
    
    
      | [e] Esto diferencia la  autoridad weberiana de la arendtiana, pues la arendtiana entra en crisis con la  modernidad, mientras que la weberiana reinaba allí donde hubiera un orden  válido (y por lo tanto también en tiempos modernos).  | 
    
    
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      Referencias | 
    
    
    
       [1] Revault d' Allonnes, Myriam, El poder de los comienzos: ensayo sobre la  autoridad, Buenos Aires, Amorrortu, 2008 [2006]. ISBN 978-950-518-721-8. 
         
        [2] Arendt, Hannah, ¿Qué es la autoridad? En:  Arendt, Hannah, Entre el pasado y el  futuro, Barcelona, Península, 1996 [1954], pp. 101-153. ISBN:  84-8307-001-4. 
         
        [3] Ignacio Lewkowicz, Pensar sin Estado. La subjetividad en la era de la fluidez, Buenos  Aires, Paidós, 2004. ISBN 950-12-6540-4. 
         
        [4] Colaboradores de Wikipedia. Siete  colinas de Roma [en línea]. Wikipedia, La enciclopedia libre, 2019 [fecha  de consulta: 21 de agosto del 2019]. Disponible en: https://es.wikipedia.org/w/index.php?title=Siete_colinas_de_Roma&oldid=117631535. 
         
        [5] Kojève, Alexandre, La noción de autoridad, Buenos Aires, Nueva Visión, 2005 [1942].  ISBN: 950-602-512-6. 
         
        [6] Hobbes, Thomas, De Cive, Madrid, Alianza, 2000 [1642]. ISBN: 84-206-3586-3. 
                  [7] Hobbes,  Thomas, Leviatán, Madrid, Editora  Nacional, 1980 [1651]. ISBN: 84-276-0482-3. 
           
          [8] Skinner,  Quentin, Persons, Authors and Representatives. En: Springbord (comp.), The Cambridge Companion to Thomas Hobbes’  Leviathan, Cambridge: Cambridge University Press, 2007, pp. 157-180. ISBN:  978-0-521-54521-1. 
           
          [9] Campanario, Sebastián. Blockchain: la palabra del año [en línea]. LA NACION revista. [Fecha  de consulta: 21 de agosto del 2019]. Disponible en:  https://www.lanacion.com.ar/2152929-blockchain-la-palabra-del-ano.  
           
          [10] Tiqqun La  hipótesis cibernética, sin datos [en línea]. [Fecha de consulta: 21 de  agosto del 2019]. Disponible en: https://tiqqunim.blogspot.com/2013/01/la-hipotesis-cibernetica.html. 
           
          [11] Grupo Doce, Del  fragmento a la situación,  Buenos Aires, ed. de autor, 2001. ISBN: 987-53-0069-3. 
           
          [12] Hupert, Pablo, El Estado posnacional: más allá de kirchnerismo y antikirchnerismo,  Autonomía y Pie de los Hechos, 2015 [2011]. ISBN: 978–987–1741–13–7. 
           
          [13] Weber, Max, Economía y sociedad, México, FCE, 2002 [1922]. ISBN: 84-375-0374-4. 
           
          [14] Costa, Flavia, Vida saludable, fitness y capital humano. En Costa,  Flavia y Rodríguez, Pablo (comp.), La  salud inalcanzable. Biopolítica molecular y medicalización de la vida cotidiana,  Buenos Aires, Eudeba, 2017. ISBN:  978-950-23-2716-7.  
           
      [15] Canal Abierto. Pensando la cosa 7 [en línea]. [Consulta: 21 de agosto del  2019]. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=rH4YEWsh3vg  | 
    
    
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