| Proyección cultural de la Revolución mexicana en el extranjero: estereotipos y realidades | 
         
        
          | Héctor Andrés Echevarría Cázares | 
         
        
          Universidad  Latina de América  | 
         
        
          hector.echevarriac@gmail.com  | 
         
        
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          Para citar este    artículo: Rev. Arg. Hum. Cienc. Soc. 2020; 18(1). Disponible en    internet: 
                    http://www.sai.com.ar/metodologia/rahycs/rahycs_v18_n1_02.htm   | 
         
        
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          Resumen | 
         
        
          El presente artículo problematiza el concepto de identidad nacional a  partir de las reflexiones de la élite intelectual del periodo  posrevolucionario, así como los diversos estereotipos culturales que forjó la  Revolución mexicana para legitimarse frente al mundo como un movimiento  genuinamente popular. Analiza la labor de los intelectuales para llevar la  “buena nueva” de la Revolución a los lugares más olvidados del país; también,  muestra los diversos encuentros que tuvieron en el extranjero para difundir los  logros sociales de la lucha armada. Finalmente, aborda el interés de algunos  intelectuales extranjeros por adentrarse en la nueva realidad mexicana  inaugurada por Francisco I. Madero en 1910. 
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          | Palabras clave: identidad, Revolución mexicana, intelectuales, nacionalismo, turismo  cultural. | 
         
        
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          Abstract | 
         
        
          This article problematizes the concept of national identity based on the  reflections of the intellectual elite of the post-revolutionary period, as well  as the varied cultural stereotypes that the Mexican Revolution forged to  legitimize itself against the world as a genuinely popular movement. This paper  analyzes the work of intellectuals to bring the "good news" of the  Revolution to the most forgotten places in the country; it also shows the diverse  meetings they had abroad to spread the social achievements of the armed  struggle. Finally, it addresses the interest of some foreign intellectuals to  delve into the new Mexican reality installed by Francisco I. Madero in 1910.              | 
         
        
          Key    words: identity, Mexican revolution, intellectuals, nationalism, cultural  tourism.  | 
         
        
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          Como revuelta  social, la Revolución mexicana no sólo replanteo la posición del mexicano en el  interior –debido a las múltiples exigencias que encarnaba- sino que, al mismo  tiempo, forjó un mito que se extendió a las principales potencias extranjeras.  Largos años de anarquía debían ser justificados; para ello, un ejército de  intelectuales contribuyó a difundir la idea de un renacimiento social y  cultural tras el periodo conflictivo de la Revolución, a saber: a partir de la  presidencia de Álvaro Obregón, en 1920, con la cruzada educativa de José  Vasconcelos, el muralismo mexicano, la novela de la Revolución, la música  nacionalista, los corridos populares, las Escuelas al Aire Libre, entre otras  proyecciones culturales. Regularmente se vuelve a este periodo con una mirada  idílica, incluso a estos pensadores y artistas se les denominan “los grandes  constructores de la nación mexicana”. En esta afirmación —como en todo  enunciado categórico— hay visos de realidad, pero también de hipérbole  histórica. No quiere decir que el muralismo no haya contribuido a la  consolidación de una identidad mexicana, o que las obras de Mariano Azuela o  Martín Luis Guzmán no valgan como testimonios históricos, sino que es preciso  ponderar los límites de dichos movimientos culturales, analizar los discursos  demagógicos que los sustentan y rescatar la obra del artista a partir de sus  valores estéticos y, ¿por qué no?, históricos. 
            Por  ejemplo, al estudiar la naturaleza de las categorías de la cultura mexicana,  Elsa Cecilia Frost examina con ojos críticos la novela de la Revolución,  despojándola de esa aura indigenista que tienen obras como Los de abajo, de Mariano Azuela, o La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán:  
            
              
                Así,  pues, las novelas de la Revolución parecen ser claramente un fruto de la  cultura occidental en su modalidad hispanoamericana. Ni en sus móviles, ni en  su técnica, ni en su ideología, puede reconocerse un elemento extraño a esa  tradición. Y, sin embargo, el favor mismo con que fueron recibidas en Europa  (tan desdeñosa, por lo general, frente a la literatura “tropical”) […] hacen  pensar que, a pesar de todo, hay en ellas algo que no puede expresarse  cabalmente dentro de los marcos de Occidente [1]. 
               
             
            A  partir de las diversas manifestaciones culturales del “renacimiento mexicano”  se creó una imagen de la Revolución como una vindicación de los derechos  fundamentales de los campesinos y los indígenas. Sin embargo, tal estereotipo o  representación forzada ocultó las razones profundas de la revuelta armada y  permitió que los caudillos en el poder afianzaran su legitimidad tanto al  interior del país como en política internacional. Al hablar de la creación del  mito del mundo indígena, el sociólogo mexicano Roger Bartra asevera:  
            
              
                La idea  de que existe un sujeto único en la historia nacional –“el mexicano”- es una poderosa ilusión  cohesionadora;  su versión estructuralista o funcionalista,  que piensa menos en el mexicano como sujeto  y más en una textura específica –“lo mexicano”-, forma parte  igualmente  de  los procesos culturales de  legitimación política del Estado moderno [2]. 
               
                         Dichos procesos culturales justificaron la idea  de la Revolución mexicana en el extranjero; más aún: establecieron una especie  de “exotismo mexicano” o “turismo cultural” que propició el arribo de  intelectuales extranjeros a tierras mexicanas para contemplar, de primera mano,  el nacimiento de un nuevo orden de valores culturales. Aquí prevalecía el  instinto antropológico de apreciar lo diferente, lo Otro, la fascinante  realidad mexicana; pero también, por parte del Estado mexicano  posrevolucionario, existía el interés propagandístico de llevar la “buena  nueva” de la Revolución mexicana. Ambos procesos diplomáticos y culturales se  complementaban a la perfección; estudiarlos es el objetivo primordial de este  ensayo.   | 
         
        
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          El arte nacionalista  | 
         
        
          La década de los veinte del siglo  pasado fue sumamente compleja. En un mismo periodo histórico convivieron  diversos estilos literarios y florecieron distintas escuelas filosóficas que  intentaban comprender una realidad problemática que no se dejaba apresar.  A pesar de que en cada gran transformación  social y cultural sucede una reflexión sobre el sentido y el porvenir de un  pueblo, en ninguna otra etapa de la historia de nuestro país los debates  intelectuales en torno a la esencia de lo mexicano fueron tan apremiantes. A  ello contribuía la educación, la literatura, la música, la historia y las  expresiones culturales de la colectividad (la vestimenta, los corridos de la  Revolución, los refranes, la fotografía, etc.), como afirma la historiadora  Alicia Azuela de la Cueva:  
            
              
                Esta  serie de cambios también sustentó la legitimación del papel del Estado como  patrocinador y difusor cultural y de los artistas e intelectuales en su función  de ideólogos, creadores y educadores. Como consecuencia de lo anterior, en 1921  se sellaron las alianzas entre Obregón y la elite ilustrada, comandada por  Vasconcelos, dando lugar a su participación en el campo de la cultura desde el  Estado mismo y transformándose en puntal de la imagen del nuevo orden  revolucionario que convirtió en sinónimos las palabras revolución, reconstrucción y renacimiento artístico [3]. 
               
             
             Existía  un fervor nacionalista, que no es lo mismo que una reflexión sobre la nación. Esta  glorificación de la Revolución mexicana impregnó todos los campos culturales:  desde la pintura mural hasta la música nacionalista. En realidad, este  optimismo cultural, tan propio de la modernidad, no fue exclusivo de la elite  intelectual y política del periodo posrevolucionario; fue un rasgo que también  compartieron otros Estados nacionales, principalmente los europeos. La Rusia revolucionaria  exaltó los valores cívicos correspondientes: el resguardo de una historia  pretendidamente heroica, el amor a la patria, la conformación de un alma  nacional y la subordinación del artista a las aspiraciones supremas de la raza.  
               
            En México, Héctor  Pérez Martínez, columnista de El  nacional, escribía en 1932: 
            
  Es  que amamos nuestro suelo y percibimos en él las huellas que dejaron nuestros  indios. ¡Si fuera solamente la tierra! Pero es la tierra y la raza y ese  espléndido pasado en que los dioses autóctonos se dijeron de tú a tú con el  hombre; es la arrancada de la sangre y el retorno de un pensamiento aborigen,  indomable e indomado, a sus concepciones; en busca - ¿por qué no? - de una grandeza  rota en sus principios [4]. 
 
             
            El tono categórico  de Pérez Martínez respondía a una serie de políticas oficiales nacionalistas,  que, desde la presidencia de Álvaro Obregón (1920-1924), pasando por el  gobierno de Plutarco Elías Calles (1924-1928) y el Maximato (1928-1934),  condenaban aquellas manifestaciones estéticas que no se ajustaban a los altos  ideales de la raza mexicana. Por supuesto, semejantes artistas-ideólogos  contaban con el apoyo del régimen posrevolucionario. Un ejemplo es Diego  Rivera, pintor que vivió bajo la tutela del gobierno en turno, cuya ideología  socialista, de liberación del indio y del campesino, encajó perfectamente con la  demagogia de la gran familia de la Revolución mexicana. Así lo atestigua Alicia  Azuela de la Cueva: “Esta labor no se traslapaba con la de los muralistas  encargados de ‘evangelizar’ a las mayorías dentro de la doctrina  revolucionaria, aunque […] fue Rivera quien se encargó de esa función como  pintor oficial del general Plutarco Elías Calles” [5]. El  muralismo, ante todo, tenía una insoslayable función didáctica y, por eso  mismo, doctrinaria.  
                         Ahora  bien, si la literatura oficial del régimen tenía una clara tendencia viril y  combativa, si el muralismo —como expresión plástica de los anhelos de la raza  mexicana— pretendía “evangelizar” al pueblo, sumido históricamente en la  ignorancia y el servilismo, ¿cuál era la actitud de los artistas protegidos por  el régimen en cuanto a la difusión de los ideales de la Revolución mexicana?  ¿Qué relaciones establecieron con el exterior, es decir, con las elites  ilustradas de otros países? Asimismo, ¿por qué arribaron a México intelectuales  extranjeros interesados en conocer los resultados palpables de la Revolución  mexicana? En este desplazamiento —del interior hacia el exterior; del exterior  hacia el interior— se encierran las múltiples representaciones del México  moderno.   | 
         
        
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          Las Escuelas al Aire Libre | 
         
        
        
          El movimiento recíproco que señalaba  líneas arriba tiene su consolidación en una cruzada pictórica educativa que se  originó durante el gobierno de Plutarco Elías Calles (1924-1928). Las llamadas  Escuelas al Aire Libre tenían el propósito de enseñar a los niños de las clases  desfavorecidas (hijos de campesinos o de indígenas) los lineamientos generales  de la pintura y el dibujo, con el afán de explotar un talento que les era  innato. “Con esto se pretendía estimular la sensibilidad artística del  proletariado mexicano, ayudándolo a descubrir las cualidades plásticas de las  fábricas, de las máquinas y del paisaje urbano” [6],  refiere Azuela de la Cueva.  
   
            Las  Escuelas al Aire Libre, que tuvieron un amplio desarrollo durante en el  callismo, aparte de sus ínfulas de favorecer la vida educativa de los sectores  indígenas, fungieron como promotoras de un gobierno hacia el exterior. Incluso  intelectuales de la relevancia de José Vasconcelos o Alfonso Reyes, que a la  sazón se encontraban en París, reconocieron que las Escuelas al Aire Libre  daban una imagen positiva de los gobiernos posrevolucionarios [7].  Pese a todo —señala Alicia Azuela— “los trabajos de los alumnos de las EAL  causaron gran sensación entre el público y la crítica en general por su  primitivismo, y el público compró la imagen del ‘buen salvaje’ y no la del  artista y el revolucionario”  [8].  Los europeos veían en el mexicano —al menos en su versión indígena o proletaria—  un estado idílico alejado de los vicios de la civilización occidental. 
            Precisamente,  semejante exotismo es el que se pretende problematizar en el presente trabajo,  puesto que no se exponía al indígena real, pobre y marginado, sino lo que el  régimen callista quería proyectar en el extranjero. Más explícitamente: se  convertía el mundo rural e indígena en una imagen o estereotipo que,  literalmente, se vendía en el  extranjero. De esta manera, la Revolución mexicana no era conocida por sus  luchas intestinas, sino por los frutos que se exhibían en los museos europeos.  Y los intelectuales mexicanos contribuyeron —no sé si consciente o inconscientemente—  a la propagación de esa imagen.  
   
            Desde  luego, existieron numerosos escritores y pintores que se opusieron tajantemente  a la demagogia posrevolucionaria. Un caso excepcional fue el grupo de los Contemporáneos  (1920-1932), cuyos integrantes lucharon por separar la actividad artística de  la militancia política, y que, por eso mismo, sufrieron la incomprensión de un  ambiente cultural apocado, sin horizontes universales. También “Carlos Mérida,  José Clemente Orozco y David A. Siquieros […] no compartían la concepción  populista e indigenista del arte, pensaban que el artista mexicano debía hacer  a un lado las amarras nacionalistas y producir obras de valor universal” [9].  De esta manera, un grupo minoritario servía de contrapeso al afán totalizador  de la cultura oficial. Sin embargo, la lucha de David contra Goliat fue estéril  en su momento. Sólo hasta ahora comienzan a reconocerse los méritos estéticos  de un poeta como Xavier Villaurrutia o las ideas culturales de un crítico como  Jorge Cuesta frente a la grandilocuencia de Diego Rivera. La lucha por  otorgarle una autonomía al arte, librándola del discurso nacionalista, fue  lenta, profunda e insistente. Lo cierto es que en la década de los veinte se  caracterizó por la exaltación de la figura del indio, por enfatizar los logros  sociales de la Constitución de 1917, y por favorecer a la clase política en el  poder. 
               
            Así,  mientras en el terreno político el objetivo era afianzar un discurso en la  población mexicana, moldear al  ciudadano revolucionario y liberal, romper las amarras con la Iglesia católica,  en el arte se trataba de generar una fórmula única para engendrar obras  estrictamente mexicanas, que encarnaran el sufrimiento histórico del campesino  y del indio, y que asumieran un compromiso social y político. Eso en el  interior. Por otro lado, en el exterior la demagogia revolucionaria incurría en  una paradoja: si bien se mostraba hermética ante las influencias extranjeras,  creando una xenofobia agresiva, sobre todo ante el elemento español, al mismo  tiempo pugnaba por ser reconocida en los países occidentales a través de una  campaña propagandística de la que fueron personajes de primer orden los  intelectuales del régimen oficial. El nacionalismo mexicano mostraba una  versión incorruptible de sí mismo frente al mundo. Otro de los numerosos  espejismos en los que se perdía el mexicano después de la Revolución. 
            Pese  a todo, como lo afirmé anteriormente, algunos escritores se libraron de los  engaños del régimen posrevolucionario. El “archipiélago de soledades” o los  Contemporáneos reflejó un universalismo crítico, que lo mismo valoraba la obra  de Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón, Ramón López Velarde o Amado  Nervo, que se interesaba por las obras de Paul Valéry, James Joyce o André  Gide. Una generación que daba una imagen de lo mexicano muy diferente a la versión  que ensalzaba los estereotipos del “charro, la china poblana o el jarabe  tapatío” [10]; además de poner en tela de juicio un ideal  homogéneo de cultura. En suma: eso que se considera como el triunfo de la  Revolución mexicana, lo que admiramos en fotografías y en algunas películas,  las representaciones rurales de algunas obras literarias, están teñidas de irrealidad  histórica. Pero no de la irrealidad que define al mundo de la literatura (que,  a final de cuentas, puede señalar una realidad histórica) sino de aquella que  se solaza en la simulación, el engaño y la demagogia. | 
         
        
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          El turismo cultural | 
         
        
          Una de las razones principales de la  llegada de los intelectuales extranjeros a territorio nacional fue para  informarse de lo que sucedía con la Revolución mexicana, es decir, ¿quiénes  eran los artífices de la nueva nación y si acaso ellos (los espectadores  extranjeros) se podían adherir a la encomiable labor de educar a las multitudes?  México —como en otros tiempos— era el territorio virgen donde las utopías se  hacían realidad; era el país convulso que había atestiguado la insurrección de personajes  como Emiliano Zapata o Francisco Villa. Esta concepción idílica de los  extranjeros era compatible con la retórica oficial. Pero ¿qué sucedía con  aquellos extranjeros que criticaban los ideales del régimen posrevolucionario?  
   
            Al  abordar las repercusiones de la aplicación del artículo 33 de la Constitución  Política de los Estados Unidos Mexicanos, Pablo Yankelevich asevera: 
            
              
                La  distribución de […] las órdenes de expulsión por periodos presidenciales y  nacionalidad muestran variaciones notables. A la administración de Venustiano  Carranza, antes y después de aprobada la Constitución de 1917, correspondió el  31.7% de los españoles expulsados, seguido por el gobierno de Álvaro Obregón  con el 28.4% y el de Plutarco Elías Calles con el 13.4%. El caso de los  estadounidenses muestra un comportamiento similar al español, fueron tres  presidentes los responsables de la expulsión de cerca del 80% de los  norteamericanos. Álvaro Obregón expulsó al 41.5%, seguido de Pascual Ortiz  Rubio con el 20.2% y Venustiano Carranza con el 14.9% [11]. 
               
             
            A  pesar de que estas cifras que ofrece Yankelevich de extranjeros indeseables no  son exclusivas de los denominados intelectuales, nos ayudan a comprender la xenofobia hacia el elemento hispánico o  estadounidense presente en los gobiernos de la generación posrevolucionaria [12].  Como se sabe, el artículo 33 expulsa a un extranjero por entrometerse en  asuntos políticos de carácter nacional, y como lo señala Yankelevich: “el  artículo 33 constituye la máxima restricción que enfrenta un extranjero en  territorio nacional. Este precepto concede al titular del poder ejecutivo la  facultad para expulsar, sin necesidad de juicio previo, a cualquier extranjero  cuya presencia sea juzgada como inconveniente” [13].  
   
            Sin necesidad de juicio previo. Hay que  enfatizar este enunciado porque aquí se encierra la arbitrariedad de la  aplicación del artículo 33 y la potestad absoluta del Presidente (con  mayúsculas) para desterrar a un indeseable. Si poseemos un entendimiento aguzado descubriremos otra verdad: dicho  artículo representa el punto culminante del nacionalismo revolucionario, la  cerrazón frente a lo extranjero, el pretexto jurídico para expulsar a todo  aquel individuo que pusiera en duda la eficacia del gobierno en turno. Las  razones sobraban: actividades ilícitas, conspiración de grupos opositores (como  por ejemplo los sacerdotes extranjeros que disentían de las políticas  oficialistas) [14],  rumores que se extendían en la comunidad, entre muchos otros.  
   
            Así,  la denominación de indeseables o inconvenientes, propuesta por Yankelevich,  sugería lo siguiente: la ideología del régimen posrevolucionario estaba tan  imbuida en la vida social y cultural del país que contravenir a ella  representaba la expulsión del disidente. Los intelectuales mexicanos que  diferían de los programas educativos y culturales del gobierno sufrían la  incomprensión y el olvido de sus obras.  
   
            Pero  también estaba la otra cara de la moneda. Pintores como Jean Charlot, cercanos  al muralismo y al estridentismo, gozaron de los favores públicos de artistas  como Diego Rivera, por interesarse vivamente en la historia de los pueblos  prehispánicos, reflexionar sobre la condición marginada del indígena, y, por  añadidura, reflejarla en sus obras pictóricas. Estos artistas se sentían  cómodos en el ambiente cultural mexicano, pues recibían los beneficios de una  clase política que deseaba moldear a un ciudadano ejemplar. 
   
            Al  referirse a la actitud de algunos escritores y artistas ante la novedad de la  Revolución mexicana, Alicia Azuela de la Cueva anota: 
            
              
                La  minoría ilustrada internacional tuvo gran interés por la revolución de 1910 y  su renacimiento artístico. Un número importante y prominente de artistas e  intelectuales se trasladó a México para dar fe de los acontecimientos  históricos y artísticos que ahí tenían lugar. El origen, los enfoques, los  alcances y los medios por los cuales se manifestó esa inclinación nos lo  muestran obras tan importantes como la película ¡Qué viva México! del cineasta ruso Eisenstein, Bajo el volcán del novelista inglés  Malcolm Lowry y Peace by Revolution del  historiador estadounidense Frank Tannenbaum [15]. 
               
             
            Más  adelante, señala la acogida de los intelectuales mexicanos hacia los artistas  extranjeros que se interesaban por la nueva realidad nacional, y la manera en  que fueron favorecidos por las políticas culturales y educativas del callismo: 
            
              
                La  comunidad artística e intelectual local los acogió con entusiasmo; así, varios  de ellos pudieron integrarse a los proyectos culturales más importantes. Por  ejemplo, Robert Habermas participó con Vasconcelos en el departamento editorial  de la SEP en el proceso de selección de títulos para las publicaciones de la  serie de los clásicos. Jean Charlot, y más tarde Pablo O’Higgins, así como las  hermanas Grace y Marion Greenwood, colaboraron en distintas etapas del  muralismo mexicano. Waldo Frank fue uno de los directores provenientes de fuera  de la Escuela para Extranjeros de la Universidad de México, John Dewey asesoró  al presidente Calles y Frank Tannenbaum a Lázaro Cárdenas [16]. 
               
             
            Este  fenómeno de movilidad intelectual, por llamarlo de algún modo, era el resultado  de un dinamismo social e histórico que se reflejaba asimismo en otros ámbitos.  Como sabemos, la Revolución mexicana representó un cambio radical en cuanto a movilizaciones  de grupos humanos; por diversos motivos, en las comunidades rurales o en los  asentamientos urbanos, la gente tenía que moverse por la violencia de la  guerra, las epidemias, el bandolerismo. En ningún sitio, la economía era  estable. Tampoco ninguna clase social o grupo humano estaba exento de sufrir  las pérdidas económicas o morales del conflicto armado. Salvador Novo, por  citar un ejemplo memorable, odiaba a Francisco Villa y a los villistas porque  habían apresado a un pariente suyo por considerarlo ajeno a los intereses  nacionales. La agresión hacia los españoles la relata Guillermo Sheridan en su  libro Los Contemporáneos ayer: 
            
              
                Novo  recuerda una infancia pasada en escuelas privadas de señoritas piadosas que le  enseñaban a pintar crucifijos, o en escuelas públicas donde lo martirizaban los  muchachos entrones (“las degradantes escuelas oficiales”, dice); recuerda igualmente  el terror que se le tenía a Villa —a quien su madre se enfrentó alguna vez,  exigiéndole la libertad de un pariente preso— quien llegó a expulsar al padre a  los Estados Unidos por considerarlo “gachupín” y “hallarse, por lo tanto, fuera  de su teoría personal sobre la nacionalidad de los pobladores de México [17]. 
               
             
            Como lo mencioné  líneas arriba, extranjeros como los españoles sufrieron las consecuencias del  periodo de inestabilidad social de la Revolución mexicana, sobre todo en los  años 1910-1920. Incluso existieron reclamaciones extranjeras (sobre todo españolas) de bajas económicas propiciadas  por la anarquía y el bandolerismo de la lucha armada. Reclamaciones que, por  otro lado, fueron mínimamente atendidas. Martín Pérez Acevedo recrea este  ambiente anárquico cuando escribe:  
            
              
                Entre  las acciones emprendidas contra los españoles por los grupos armados figuraron  el robo, la imposición de préstamos forzosos, secuestro, encarcelamiento,  fusilamiento y asesinato, lesiones, saqueo y destrucción de unidades  productivas en los ámbitos urbano y rural, confiscación de propiedades,  expulsión del país, etc., procedimientos que interactuaron en más de alguna de  sus modalidades contra los peninsulares en distintos momentos. En virtud de los  grandes daños que padecieron los extranjeros, y por ende los españoles, se  perfiló el establecimiento de comisiones de reclamaciones ante las que se gestionaron  las solicitudes de indemnizaciones [18]. 
               
             
            Asimismo,  este periodo conflictivo coincidió con la solicitud de muchos extranjeros de  ser repatriados en sus respectivos países precisamente por el clima de  inestabilidad que se vivía en México. El movimiento no sólo fue exclusivo de la  élite ilustrada; diariamente miles de personas sufrían los estragos de la  Revolución mexicana. Todos estos datos que nos proporciona la historia social sirven  de termómetro para demostrar que la realidad era distinta a las versiones  idílicas (y en diversos sentidos románticas)  de los intelectuales extranjeros que se identificaban con el renacimiento  artístico mexicano. En este sentido, Martín Pérez Acevedo observa: 
            
              
                Tras  el movimiento armado de 1910, los extranjeros de distintas nacionalidades  residentes en México se mostraron confiados en que el régimen del general  Porfirio Díaz contendría y liquidaría el levantamiento encabezado por Francisco  I. Madero, postura que se hizo presente también en aquellos que participaban de  las altas esferas del poder político y económico. Por su parte, el cuerpo  diplomático acreditado, en particular las legaciones de Alemania, España,  Francia y el Reino Unido, debido a la cercanía que tenían con la administración  porfirista, dieron por hecho que se restablecería el orden sin mayores  contratiempos [19]. 
               
             
            Aquí se lee la  clara adhesión de la élite extranjera —particularmente la española— hacia el régimen  porfirista en los albores de la Revolución mexicana; tras el levantamiento en  armas de Francisco I. Madero exigiendo la caída de la dictadura de Porfirio  Díaz, los extranjeros todavía creían  que el brote repentino de violencia terminaría y continuaría el viejo estado de  cosas de la pax porfiriana. Sin  embargo, la violencia se agudizó, y los extranjeros estables, pequeños  comerciantes o trabajadores de industrias, gerentes de bancos, prestamistas,  iniciaron la diáspora a sus países de origen, subyugados por el temor de que no  sólo perderían sus propiedades o sus mercancías, sino que también peligraba su  propia vida.  
               
            En conclusión: a  lo largo de este recuento histórico de la presencia de extranjeros en México  durante el periodo de la Revolución mexicana, es preciso mencionar dos aspectos  de gran relevancia. En primer lugar, los extranjeros que visitaron México  maravillados por el resurgimiento de la cultura mexicana tras el estallido del  movimiento armado estuvieron favorecidos no sólo por la élite intelectual  ilustrada, sino también por la clase política en el poder (recordemos las  asesorías personales que brindaron John Dewey y Frank Tannenbaum a los  presidentes Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas, respectivamente) [15].  Esto originó que su versión histórica coincidiera con la llamada historia  oficial que ensalzaba la figura del indio y que pregonaba los logros de la  Revolución mexicana: la Constitución de 1917, el reparto agrario, las  reivindicaciones históricas del campesinado.  
             
            En segundo lugar,  la historia social nos revela que el grueso de extranjeros en México —esa  multitud anónima que no figura en los estudios de historia intelectual— no la pasaron muy bien debido a la  anarquía del periodo conflictivo de la lucha armada (1910-1920). Ni siquiera  durante los sucesivos gobiernos de la generación sonorense (1920-1934), puesto  que se consolidó un fuerte nacionalismo que rechazaba todo elemento extranjero  por considerarlo “descastado”.  
             
            Las cifras y los  testimonios refieren que el elemento hispánico —por considerarlo  ineludiblemente ligado a la Conquista y la Colonia y, por ende, a la Iglesia  católica— fue calificado de retrógrada y antirrevolucionario. Los años  difíciles de la Guerra Cristera confirman lo anterior (1926-1929). Después de  todo, los gobiernos emanados de la Revolución mexicana deseaban implementar una  política laica, liberal y revolucionaria, donde el ciudadano modelo se desprendiera  del pasado español y de los profundos lastres históricos.   | 
         
        
        
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          Notas | 
         
        
          [1] Frost, Elsa Cecilia, Las categorías de la cultura mexicana, México,  Fondo de Cultura Económica, 2009, p. 265.  
[2] Bartra,  Roger, La jaula de la melancolía, México,  DeBolsillo, 2005, p. 20.  
[3] Azuela de la Cueva, Alicia, Arte y poder, México, El Colegio de Michoacán y Fondo de Cultura  Económica, 2013, p.  48. (Las cursivas son mías).  
[4] Carta  de Héctor Pérez Martínez a Alfonso Reyes, 16 de agosto de 1932, en Capistrán, Miguel, Los  Contemporáneos por sí mismos, México, Conaculta, 1994, p.  37.  
[5]  Azuela de la Cueva, Alicia, op. cit. p. 34. 
[6] Ibid., p. 81.  
[7] Ibid., p. 83.  
[8] Ibid., p. 82.  
[9] Ibid., p. 82 
[10] Mijangos Díaz, Eduardo y  Martínez Villa, Juana, “Inventando al mexicano. Identidad, sociedad y cultura  en el México posrevolucionario”, en Rodríguez Díaz, María del Rosario, et.  al., Imágenes y representaciones de México y los mexicanos, Morelia,  Porrúa/IIH, 2008, p. 127. “La heterogeneidad cultural de  la sociedad mexicana evidenciada con el movimiento de la revolución constituyó  un dilema para la gobernabilidad del país, por lo que uno de los primeros  intentos de cohesión se fincó en la reconstrucción de un imaginario nacional en  el que prevalecieran ciertos elementos de identidad equivalentes para todos los  mexicanos”, Ibid., p. 126.   
[11] Yankelevich,  Pablo, ¿Deseables o inconvenientes? Las  fronteras de la extranjería en el México posrevolucionario, México, Bonilla  Artigas Editores, Escuela Nacional de Antropología e Historia, Veuvert  Iberoamericana, 2011, p. 103.  
[12] Para un estudio completo del periodo de la  generación posrevolucionaria o sonorense, véase Dulles, John W. F., Ayer  en México, México, Fondo de Cultura Económica, 1977; Knight, Alan, La  revolución cósmica. Utopías, regiones y resultados, México 1910-1940, México,  Fondo de Cultura Económica, 2012. En ambos estudios se  enfatiza el carácter jacobino y anticlerical del Triángulo Sonorense,  conformado por los campeones de la  Revolución mexicana: De la Huerta, Obregón y Calles.  
[13] Yankelevich, Pablo, op. cit., p. 87.  
[14] Véase Guerra Manzo, Enrique, Del fuego sagrado a la acción cívica. Los  católicos frente al Estado en Michoacán, México, El Colegio de Michoacán,  2015, p. 58: “Tras una exitosa colecta nacional organizada por el obispo de  León, Emeterio Valverde y Téllez, el 11 de enero de 1923, se celebró una misa  en la cima del cerro y el delegado pontificio Ernesto Filippi colocó la primera  piedra del monumento. A ese acto acudieron, según los organizadores, 80 mil  personas, y según el diario El Universal alrededor  de 50 mil, las cuales habían pernoctado en ese lugar la noche anterior. Aunque  los católicos argumentaban que con ese acto no se violaba la ley, pues éste  tuvo lugar en una propiedad privada, el gobierno federal lo interpretó como un  desacato y se ordenó la expulsión del país del delegado pontificio”.  
[15] Azuela de la Cueva, Alicia, op. cit., p. 231.  
[16] Ibid., p. 253.  
[17] Sheridan, Guillermo, Los Contemporáneos ayer, México, Fondo  de Cultura Económica, 1985, p. 48.  
[18] Pérez Acevedo, Martín, Consideraciones sobre la presencia española en México. Repercusiones y  conflictos, siglos XIX y XX, Morelia, IIH-UMSNH, p. 101.  
 [19] Idem.              | 
         
        
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          Bibliografía | 
         
        
          Azuela de la Cueva, Alicia, Arte y poder, México,  El Colegio de Michoacán y Fondo de Cultura Económica, 2013. 
            Barta,  Roger, La jaula de la melancolía, México,  DeBolsillo, 2005. 
             Capistrán, Miguel, Los Contemporáneos por sí mismos, México,  Conaculta, 1994. 
             Dulles, John  W. F. Ayer en México, México, Fondo  de Cultura Económica, 1977.  
             Frost, Elsa Cecilia. Las categorías de la cultura mexicana, México,  Fondo de Cultura Económica, 2009. 
            Guerra Manzo,  Enrique. Del  fuego sagrado a la acción cívica. Los católicos frente al Estado en Michoacán, México,  El Colegio de Michoacán, 2015.  
             Knight Alan. La revolución cósmica. Utopías, regiones y  resultados, México 1910-1940, México, Fondo de Cultura Económica, 2012. 
             Pérez Acevedo, Martín, Consideraciones  sobre la presencia española en México. Repercusiones y conflictos, siglos XIX y  XX, Morelia, IIH-UMSNH.  
            Rodríguez Díaz, María del Rosario, et.  al., Imágenes y representaciones de México y los mexicanos, Morelia,  Porrúa/IIH, 2008.  
            Sheridad, Guillermo, Los Contemporáneos ayer, México, Fondo  de Cultura Económica, 1985. 
            Yankelevich, Pablo, ¿Deseables  o inconvenientes? Las fronteras de la extranjería en el México  posrevolucionario.México: Bonilla Artigas Editores, Escuela Nacional de Antropología e Historia, Veuvert Iberoamericana, 2011.   | 
         
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