Quisiera  comenzar por la geografía del lenguaje que habitamos, emplazando lo que somos y  hacemos desde una instauración discursiva que es tal en virtud de las  exclusiones que le son inherentes. Y afirmar, a continuación, para abonar  ciertos debates persistentes, que las condiciones concretas de las  discursividades de la cual emerge lo que somos y hacemos, a su vez, instalan  las condiciones de su inteligibilidad, lo cual atañe a la concreta, también,  materialidad del discurso que las constituye, y de las cuales, además, es  efecto. 
            La idea de la identidad como idéntica a sí  misma, su significado fundado en la persistencia, en la coherencia y en una  estabilidad interna que se presenta como clausurada en sí misma y hacia el  exterior, es un efecto discursivo y asume tal coherencia interna y durabilidad  temporal en tanto se vale de fundamentos hegemónicos que dan lugar al discurso  sobre la identidad; ahora bien, en realidad,  es desde el lenguaje donde se configuran estos sentidos de identidad que encapsulan al sujeto desde su propia  emergencia como tal.  
            Así  mismo, en la experiencia y a partir de la experiencia, el sujeto una vez  nombrado, se escabulle por las fisuras de la identidad, dando cuenta de cómo la  subjetividad nunca queda cancelada, nunca está totalmente suturada por las  costuras de la identidad. Quisiera detenerme en las siguientes ideas: 
            En este sentido, género no es un sustantivo, ni tampoco  es un conjunto de atributos vagos, porque el efecto sustantivo del género se  produce performativamente y es impuesto por las prácticas reguladoras de la  coherencia de género. Así, dentro del discurso legado por la metafísica de la  sustancia, el género resulta ser  performativo, es decir, que conforma la identidad que se supone que es. En  este sentido, el género siempre es un hacer, aunque no un hacer por parte de un  sujeto que se pueda considerar preexistente a la acción. El reto que supone  reformular las categorías de género fuera de la metafísica de la sustancia  deberá considerar la adecuación de la afirmación que hace Nietzsche en La genealogía de la moral en cuanto a  que «no hay ningún "ser" detrás del hacer, del actuar, del devenir;  "el agente" ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es  todo»" (Butler, 2007: 84-85). 
            Lo  que se acaba de citar, es el corolario de la discusión que la autora despliega  acerca del tema de la identidad y el sexo, desde una crítica a la “metafísica  de la substancia”, dialogando con ideas de Wittig, Irigaray, Beauvoir, y como  es claro en la cita, recuperando por analogía substancial, formulaciones  centrales del pensamiento de Nietzsche.  
            En  principio, se sostiene que la substancialización que reifica a la identidad,  tiene una herencia específica en la performatividad del género, que hace  aparecer (en el más estricto sentido de apariencia), una identidad de género  como sustantivo en tanto tal y, simultáneamente, como atributo del sujeto, como  su expresión en términos de inteligibilidad.  
            Si  leemos esto a la luz de lo que ya ha sido propuesto originalmente en la teoría  de los actos de habla, el mismo Austin al abandonar la oposición inicial entre  actos performativos y constatativos, puntualiza: “Pareció conveniente, por  ello, volver a cuestiones fundamentales y considerar en cuántos sentidos puede  afirmarse que decir algo es hacer algo, o que al decir algo hacemos algo, o aún  porque decimos algo hacemos algo” (1). Decir al sujeto y decir su  género, nombrarlo ubicándolo en una identidad de género, es ya instaurarlo como  sujeto generizado. En este sentido, no hay sujeto previo a la acción, porque  tampoco hay sujeto prediscursivo. Como ya ha sido mencionado, esta asignación  de género responde a las configuraciones de poder en las que se inscribe el  discurso, que al decir de Foucault (1992), puede aparecer reducido en sus  asperezas por el uso cotidiano de las palabras, pero nunca dejar de ser el orden de las leyes, el orden de un  poder que nombra, el poder de nombrar. En este mismo sentido, Butler cita a  Haar que, tal como ella lo apunta, leyendo a Nietzsche sentencia que el “sujeto, el yo, el individuo son tan  sólo falsos conceptos, pues convierten las unidades ficticias en sustancias  cuyo origen es exclusivamente una realidad lingüística” (2007: 78). 
            Entonces,  se estaría en condiciones de asumir el supuesto de que el lenguaje configura  las posibilidades del género, como identidad necesaria en el emplazamiento  discursivo del sujeto, de modo que es necesario traspasar la cáscara de una (supuesta) identidad que  oculta al sujeto en las configuraciones posibles de su subjetividad, en tanto  exhibe al sujeto generizado de acuerdo a pretensiones normativas, con la  ilusión de asignarle una identidad de una vez y para siempre, coherente con lo  que ha sido dado por la naturaleza (un sexo, una anatomía) y acorde con esa  ficción normativa de la convergencia natural entre sexo y género. Es desde allí  que la identidad de género es lo que torna inteligible al sujeto y es por ello  que no trascenderla nos ubica en terrenos de la normativización naturalizada de  la subjetividad.  
            En  ese sentido, en un repliegue de este mismo texto, se retoma aquí una idea  central que supone un posicionamiento político-filosófico de Butler, al que me  sumo: “los límites del análisis discursivo aceptan las configuraciones  imaginables y realizables del género dentro de una determinada cultura” y se las apropian, es decir “exhiben  los límites de una experiencia discursivamente determinada”, establecidos en y  por un discurso cultural hegemónico basado en estructuras binarias aceptadas  como parte de una racionalidad universal (2007: 58-59). Esta racionalidad  impone una restricción a las configuraciones posibles de género, es decir hace  valer como universal una particular restricción identitaria a las posibilidades  de la subjetividad y del sujeto. Y esta validez universal se relaciona con las  exclusiones que han sido operadas, que devuelven a Butler a su apropiación de  la noción de sujeto y subjetividad desde la propuesta de Michel Foucault, en la  medida en que aquello que se presenta como universal se constituye a partir de  exclusiones que marcan o definen las fronteras entre anatomías y géneros  inteligibles, y aquello que estaría  condenado a los márgenes o incluso, al decir de Butler, a la abyección, desde  la matriz hegemónica y sus efectos discursivos.  
            Resulta  necesario en este punto, realizar una breve digresión. Existen lecturas que han  acusado cierto voluntarismo, así como un excesivo “discursivismo” o “monismo  discursivo” (en el sentido de que todo se construye discursivamente), como  aspectos implícitos en la propuesta de la perfomatividad de Butler. En un  artículo de Peller (2011), la autora contrapone dialógicamente a Butler con  Laclau, a partir de puntos de acuerdo y de desacuerdo teórico respecto de la  constitución de identidades, hipotetizando que las distancias en sus  formulaciones radican en una apropiación distinta que los autores realizan de  ciertos presupuestos de la teoría lacaniana y que ambos asumen de manera  diferente: una lectura más ortodoxa en Laclau, una más cultural y heterodoxa en  Butler.  
            Quisiera  comentar, sin embargo, que respecto de la construcción de identidades,  considero que las distancias conceptuales están más relacionadas con las  hipótesis del poder que sostienen las posturas de Butler, que con lo que  anteriormente se menciona, lo cual no le resta importancia a las formulaciones  de Peller. En El orden del discurso, Foucault  aborda las exclusiones, lo que queda fuera del discurso por efectos del poder  (y de la voluntad de verdad) que lo inviste, postulando que desde esas  exclusiones se puede operar el análisis sobre la base de la noción de discurso  como efecto del poder. Volviendo a las consideraciones de Peller, Butler  reitera en varios de sus trabajos, su inquietud por identificar “aquello que ha  debido ser necesariamente excluido de la estructuración actual para que emerja  cierto campo cultural y subjetivo” (Peller, 2011: 52), y prosigue señalando que  la idea de que toda formación cultural implica siempre una exclusión es  contraria al emplazamiento de la teoría de Butler dentro del monismo  discursivo.  
            Peller  (2011) cita un extracto de El grito de  Antígona (2005), en el cual Butler señala que la construcción del género  opera por medios excluyentes, de modo que “lo humano segenera por encima y contra lo inhumano”, pero además a través de  supresiones radicales (forclusiones)  a las que les es negada la posibilidad de articulación cultural, de allí que la  construcción de lo humano resulta de una operación diferencial que produce “lo  más o menos ´humano´, lo inhumano, lo humanamente inconcebible” (2). Peller  cierra esta idea señalando que el exterior que constituye el discurso no es una  “externalidad ontológica”, sino que es concebible sólo a partir de, y en  relación con “el discurso del que es la frontera” (2011: 53).  
            Ahora  bien, de acuerdo con esta autora existen apropiaciones singulares y divergentes  en relación con los límites del discurso, que distancian a Butler y Laclau, que  tienen que ver con lo real lacaniano. En este sentido, Peller señala que las  divergencias tienen que ver con los límites discursivos. Es así que esas  divergencias surgen principalmente en lo relativo a la forma de conceptualizar  los límites del discurso, que ambos autores presentan como constitutivos. En la  teoría de Laclau son pensados a partir de lo real lacaniano, vinculado a la  existencia de un nivel ontológico de lo social y de las identidades. Butler  realiza una interpretación históricamente determinada de esos límites, “para  pensar más bien en procesos de ontologización y no ya en ontologías”, lo que  parece haber habilitado “la lectura voluntarista que Laclau hiciera de la  teoría de la performatividad de Butler” (Peller, 2011: 55).  
            Sin  duda existen en ambos autores una apropiación diferente de Lacan. Sin embargo,  considero que es mucho más evidente que en este punto se encuentran improntas  claras de planteos medulares de varias de las obras de Foucault, sobre todo en  lo que hace al énfasis que Peller reconoce en Butler acerca de analizar  procesos de ontologización y no ya ontologías, así como en el cuestionamiento  de esta autora a cualquier ontología. Así también en los elementos conceptuales  de la teoría de Butler que permiten pensar el discurso en sus límites como  operaciones del poder y, desde la performatividad, en la idea de que una vez  constituido el sujeto con género, queda habilitado y en posibilidades de,  iterabilidad mediante, desplazar, descolocar, el sentido hegemónico de tal  sujeción desde su propia habilitación como sujeto.  Claro, esto no supone que el sujeto no está  sujetado desde los componentes de interpelación que se vinculan con la performatividad  (3), pero instalado en el discurso, queda habilitado desde las mismas  exclusiones o restricciones fundacionales que paradójicamente resultan  habilitadoras, tal como lo refiere Butler en Mecanismos psíquicos del poder (2001).  
            En  cuanto al carácter voluntarista, tal como Peller (2011) lo expone, que se le  adjudica a la propuesta de Butler, el mismo no es tal si se lee adecuadamente  su tesis acerca de la configuración del género desde la “repetición estilizada  de actos”, en el marco de una matriz de inteligibilidad cultural heterosexual  que excede al sujeto y que define qué géneros son inteligibles. Así lo expresa:  
            Esta  concepción de un campo discursivo hegemónico en el que sólo algunas  posibilidades subjetivas pueden emerger y otras están relegadas al terreno de  lo abyecto pone en evidencia dos puntos importantes. Primero, refuta la idea de  un sujeto anterior a la matriz discursiva y normativa, que podría  "usar" el género para construirse y  
              transformarse  a su antojo: no hay un sujeto pre-discursivo ni por fuera de relaciones de  poder. Y segundo: ninguna estructuración social puede realizarse si no es por  medio de la instauración de un campo de exclusión (Peller, 2011: 52). 
            Como  ya ha sido señalado y desde lo mismo que retoma Butler de la obra de Foucault,  lo que subyace a su propuesta es justamente una relación compleja entre  discurso y poder, que aleja las posibilidades de pensar en versiones  voluntaristas, ni respecto del género, ni respecto de la subjetividad.  
            Retomando  el tema que nos ocupa, desde otros lugares teóricos, distintos pero no tan  distantes, Gayle Rubin, en El tráfico de  mujeres: Notas sobre la “economía política” del sexo (1986) al desarrollar  la idea de que “el género es una división de los sexos socialmente impuesta”,  pone en entredicho las diferencias entre hombres y mujeres, basadas en la  naturaleza, señalando que en realidad “están más cerca uno del otro, que cada  uno de ellos de cualquier otra cosa -por ejemplo montañas, canguros o palmas”;  esta afirmación de la diferencia, para la autora, debe venir de algo que no es  la naturaleza (Ibíd.: 114). Subraya, entonces, que la consideración de la  existencia de categorías mutuamente excluyentes (hombres y mujeres), debe  surgir de otra cosa que la inexistente oposición natural:  
            […]  lejos de ser una expresión de diferencias naturales, la identidad de género  exclusiva es la supresión de semejanzas naturales. Requiere represión: en los hombres, de cualquiera que sea la  versión local de rasgos “femeninos”; en las mujeres, de la versión local de los  rasgos “masculinos” (Rubin, 1986: 115, las cursivas son mías). 
            No  hay en la propuesta de Rubin (1986), una discusión explícita acerca del orden  discursivo como tal, aunque sí la hay implícita, en la medida en que para dar  cuenta de la opresión de las mujeres, toma críticamente conceptos  psiconalíticos.  Lo que es destacable en  relación con su señalamiento de las categorías de identidad de género,  asentadas en las posibles (y construidas) diferencias naturales entre sexos, es  que las mismas emergen de una represión,  que es expresión a su vez de un “sistema social” que oprime en su insistencia  de una rígida división de la “personalidad”.  
            Lo  que afirma esta autora, posiciona el tema de la identidad y el sujeto en un  campo de poder, un poder represivo,  el mismo que podría verse incluso desde otro ángulo, si se analiza lo que el  poder permite y no sólo lo que prohíbe: se es hombre o mujer, de un sexo o de  otro, de manera excluyente, y de igual forma de un género o de otro. Así mismo,  cabe aclarar que ambas posibilidades se contienen mutuamente o son, más bien,  consustanciales de la noción de poder: lo prohibido preanuncia lo permitido y  en lo permitido anida también la prohibición. El género como positividad, como  naturalidad, dado, único, distinto por oposición, persistente en el tiempo y su  coherencia con el sexo, anticipa su poder performativo en términos de la  pretendida identidad idéntica a sí misma que asiste la emergencia (impuesta) del  sujeto generizado, emplazado en el discurso del género del cual es, además,  efecto.  
            ¿Por  qué se vincula lo que desarrolla Rubin (1986), con lo que hemos presentado  acerca del género, la identidad y la subjetividad, particularmente desde Butler  y Foucault? Es claro que existen distancias teóricas, pero son esas mismas  distancias las que expresan de manera compleja la relación entre los autores.  Como evidencia de las distancias que acercan a estos autores, encuentro que  Rubin al postular que la vida sexual humana siempre estará sujeta a la  convención, nunca será natural, y en virtud de ello, “la salvaje profusión de  la sexualidad infantil” está llamada a ser “domada” por sus mayores, dejando  para siempre un residuo pertubador, vincula la generización del sexo con un  ejercicio de poder, de relaciones de poder, que finalmente tiene un punto  culminante en el encorsetamiento de la “personalidad humana” dentro del  “chaleco de fuerza del género” (Ibíd.: 131).  
            Se  podría agregar a lo anterior que, siguiendo la lógica de Butler, ese chaleco de  fuerza es la condición de inteligibilidad del sujeto, dentro de la matriz  hegemónica heterosexual. Así mismo, se debe tener en cuenta que esta autora  cita el mencionado trabajo de Rubin (4), señalando que el mismo en su versión  original, “sienta las bases para una crítica de Foucault”, aunque posteriormente  Rubin “se adueña de Foucault para su estudio sobre teoría sexual radical”,  proponiendo “de forma retrospectiva la pregunta de cómo podría reescribirse ese  artículo tan influyente dentro de un marco foucaultiano” (2007: 162). Ya desde  la crítica, está presupuesto un diálogo en términos de debate, que acerca en  sus diferencias a Rubin y Foucault, lo cual es replanteado cuando se propone  repensar la teoría de la primera en relación con las tesis de este autor. Sin  embargo, por el momento, no se pretende más que dar cuenta de que se trata de  diferentes enfoques teóricos que tienen puntos de contacto, en función del tema  que se ha venido planteando: identidad de género, subjetividad y poder. 
            A  fin de cerrar transitoriamente lo que aquí ha sido presentado y apuntando  precisamente a lo que se está problematizando, en Deshacer el género (Butler, 2006), la autora señala que el género  no es exactamente lo que uno es, ni precisamente lo que uno tiene,  señalando que:  
            Asumir que el género implica única y exclusivamente la  matriz de lo «masculino» y lo «femenino» es precisamente no comprender que la  producción de la coherencia binaria es contingente, que tiene un coste,  
              y que aquellas permutaciones del género que no cuadran  con el binario forman parte del género tanto como su ejemplo más normativo.  Fusionar la definición de género con su expresión normativa es reconsolidar,  sin advertirlo, el poder que tiene la norma para limitar la definición del  género. El género es el mecanismo a través del cual se producen y se  naturalizan las nociones de lo masculino y lo femenino, pero el género bien  podría ser el aparato a través del cual, dichos términos se deconstruyen y se  desnaturalizan (Butler, 2006: 69-70). 
    
              Ahora  bien, como ya ha sido apuntando, emergente de una matriz cultural heterosexual  hegemónica, la inauguración discursiva del sujeto con género exhibe las  posibilidades semánticas ya normativizadas socialmente. Desde el punto de vista  empírico, es la condición ficcionalizada en la noción (errónea, reiteramos  siguiendo a Butler) de identidad, de un sujeto que es habilitado en el  lenguaje, como sujeto generizado. Sin embargo, es claro el llamamiento que se  genera en el vértice múltiple dado por la convergencia de lo académico/científico  y lo político/militante, que Butler realiza para superar críticamente una  definición de género que, emergente también de una matriz hegemónica, se  fusiona con su expresión normativa, lo que lleva a reconsolidar el poder de la norma en cuanto a la limitación del  género, con consecuencias naturalizadoras de lo femenino y lo masculino. Ahora  bien, también asiste una duplicidad epistémico-metodológica y política, a las  posibilidades deconstructivas presentes en la misma construcción del género: si  es posible andar el camino de su constitución desde el entramado del discurso y  el poder, es posible también desandarlo(s) y desnaturalizarlo(s). En palabras  de la autora: “Mantener el término «género» aparte de la masculinidad y de la  feminidad es salvaguardar una perspectiva teórica en la cual se pueden rendir  cuentas de cómo el binario masculino y femenino agota el campo semántico del  género” (Butler, 2006: 70).  
            Como  aquí se acaba de mencionar, es poner a salvo una perspectiva teórica con claras  implicaciones políticas. Es también lo que permite entender la consistencia de  la relación entre el campo político y la administración política de las  identidades, naturalizada en el “lenguaje que habitamos”, tal como lo apunta  Vidarte (2007).  
            En definitiva, si el  sexo siempre ha sido género y si el sujeto ha estado desde siempre generizado,  es necesario tener en cuenta, siguiendo a Butler que se trata de categorías  que, “como la institución naturalizada de la heterosexualidad, son constructos, ´fetiches´ o fantasías  socialmente instaurados y socialmente reglamentados; no categorías naturales, sino políticas”. Y esta diferencia entre lo natural y lo político, es  también construida políticamente en el discurso que la nombra y del cual, como  ya ha sido apuntado, es efecto. En una operación textual política, quito los  paréntesis que la autora coloca en su versión original, para cerrar con esta  afirmación: se trata de “categorías que demuestran que apelar a lo ´natural´ en  esos contextos siempre es político” (2007: 250). |