Introducción
        Mujeres  estremecedoras, mujeres fecundas, mujeres promesa. ¿Ser mujer ha significado lo  mismo a lo largo de la historia? ¿Ser mujer y ser madre es una ecuación  indisoluble o una relación cultural? ¿La expectativa por excelencia de toda  mujer es la maternidad? ¿Los hijos son el único medio para ser fecundo? ¿Han  tenido las mujeres otros sueños alternativos a la maternidad o esto es fruto de  nuestros tiempos? ¿Ser madre es lo que conocemos hoy o la actualidad es el  producto de numerosas mutaciones?  
          Tal vez parezcan  preguntas insensatas, pero una mirada ingenua puede inferir que el estatuto de  mujer, madre e hijo son invariantes. Tengamos en cuenta que en una perspectiva  histórica no hay definiciones universales de mujer y maternidad. Pensar  históricamente tales estatus requiere indagar situación por situación. 
          Vayamos pues de la  mano de algunas figuras de la historia para desentrañar nuestros interrogantes.  ¿Por qué no interpelar a los griegos, a la modernidad y a nuestros días? Con  seguridad encontraremos al menos algunas de las claves para ahondar en nuestra  búsqueda. 
           
        Esparta: la  institución materna (1) 
          Empecemos nuestro recorrido entre los siglos VI y IV a. C.  en Esparta. Allí el legislador Licurgo había reglamentado que las mujeres  debían ser fecundadas por los guerreros, elegidos para tal fin por el Consejo  de ancianos, en la plenitud de su vida. Es importante tener en cuenta que para  ellos un hombre estaba en tales condiciones hasta los 35 años. Esta  reglamentación sólo se entiende teniendo en cuenta la teoría en que se  sustenta, para ellos el varón trasmite a los hijos en la fecundación las  cualidades adquiridas con las que se cuenta en el momento de la misma. 
          Dada de este modo la  fecundación, al nacer nuevamente será el Consejo de ancianos quien decida si el  niño está en condiciones de pertenecer al grupo, si no lo está directamente no  ingresa en él, se lo considera no nacido. 
          También los  criterios de crianza son distintos, se separa a la madre del niño y quien lo  amamanta es la nodriza. No  es que el parentesco desaparezca en Esparta, sino que hay un cambio radical en  lo que estamos habituados a encontrar en una relación materno-filial, ya que la  lógica política (la guerra) impera sobre la lógica del parentesco. 
        De todos modos, el  momento crucial en la identidad espartana se da precisamente en el campo de  batalla. Son las madres quienes les piden a sus hijos que “regresen sobre su escudo antes que sin él”. Lo cual implica que la  dignidad de un hijo y por ende la de su madre, radica en que sea capaz de dar  la vida por su comunidad en una batalla, sobre el escudo regresan los muertos  en el combate, sin el escudo regresan los cobardes. Es casi escalofriante leer  el relato de los historiadores que narran que aquellas madres cuyos hijos han  sido muertos en combate reciben las mayores de las honras, y aquellas otras  cuyos hijos han regresado con vida se esconden a causa del deshonor y el  repudio. Es que Licurgo consideraba que la mujer sólo era capaz de integrar la  comunidad en la medida en que engendrara un hijo capaz de morir por la  comunidad. 
        De este comentario  se desprende la ideología espartana en torno a la mujer. En esa sociedad  las mujeres están por fuera de la comunidad, y sólo pueden acceder a ella en  función de un hijo valiente, capaz de cumplir con el ideal espartano de dar su  vida por la sociedad.  
          Un hijo que prefiere  salvar su propia vida antes que donarla es una humillación y un desprestigio  para su madre de costosas consecuencias; el haber engendrado a este hijo ingrato  es motivo suficiente para su exclusión. Entonces podemos decir que la decisión  del hijo determina el futuro de la madre. 
         
        Modernidad: Los trabajos y los días 
          Pasando de largo  unos cuantos siglos, llegamos al siglo XVIII. En esos tiempos en occidente la  mujer era simplemente un apéndice de la raza humana. Siempre se definía en  función de un hombre, primero sería el padre, luego el marido; y a ellos les  debía honra y sometimiento. 
          El acuerdo  matrimonial era el negocio más crucial de una familia, del éxito de éste  dependía que se viera favorecido o no el estatus de la familia de origen de la mujer. En esta línea era  de vital importancia la dote de una mujer. Es importante hacer una disquisición  en este punto, en las clases con menores recursos no era la familia de la mujer  quien proveía de la dote, sino que las mujeres mismas debían hacerse cargo de  su propia subsistencia y estas consideraciones económicas en la elección  matrimonial pasaban a un segundo lugar. 
          De todos modos, era  el matrimonio un “agente de metamorfosis  a la mujer en un ser social y económicamente diferente, en tanto parte de una  nueva casa, la unidad primaria sobre la cual se basaba toda sociedad. El papel  de su marido era el de proporcionar protección y sostén. Él pagaba sus  impuestos y representabas a la casa ante la comunidad. El papel  de la mujer era de compañera y madre”(2). Es decir que la finalidad del  mismo, era fundamentalmente la reproducción de la especie en un medio  apropiado. Los hijos representaban la continuación de la propiedad y la futura  seguridad de los padres en sus últimos tiempos.   
          El rol de la mujer  era por excelencia ser madre y esto no era nada sencillo. Se sabe que en  aquellos tiempos el índice de mortalidad infantil era muy elevado, por lo cual  era frecuente que se tuviera una gran cantidad de hijos, de los que con fortuna  podían llegar a la edad adulta sólo la mitad. Superado  este tiempo de amenazas, la madre estaba a cargo de la educación del niño,  aunque muy especialmente de la niña en cuyo éxito se reflejaba el propio. La  madre era quien enseñaba cómo relacionarse con el mundo y una hija debía estar  en condiciones óptimas para la negociación matrimonial. Por ello debía saber  desde vestirse, hablar, administrar una casa con sirvientes, bailar, bordar,  tocar un instrumento musical, hablar francés y tener conocimientos de  literatura nacional. No se excluían  de esta educación los conocimientos culinarios ni los valores morales. “Una hija era lo que la madre había hecho de  ella. Una mujer virtuosa se definía como la que dejaba la impronta de las  virtudes de castidad, limpieza y sobriedad en su hijo”(2). 
        De la descripción  precedente se deduce que en primer lugar el matrimonio es la institución que  otorga carácter social a la mujer y que es la maternidad la que permite  perpetuarse y reflejar su virtud de madre. En resumidas cuentas, dependía del  matrimonio y del desempeño de la maternidad la valoración de la mujer. 
          Y la clave residía  en sus futuras alianzas, del éxito en la educación que una madre daba a su hija  dependía su futuro. De más está decir que la educación a un hijo por fuera de  un matrimonio hubiese sido un escándalo inadmisible abiertamente condenado. 
         
        Siglo XX. La nueva mujer: Un nuevo régimen de maternidad. 
          Desde fines del  siglo XIX se produjeron una serie de cambios en diversos órdenes que  modificaron radicalmente el lugar de la mujer en la sociedad. Descubrimientos  del orden científico y tecnológico permitieron la disminución de la mortalidad  y el control de la   natalidad. Ambos medios subvirtieron el orden establecido, ya  no era más el hombre quien comandaba el cuerpo de las mujeres sino que  empezaron a ser ellas quienes decidían por sí mismas. 
          Estas pujantes  transformaciones del siglo XX ponen en jaque la estructura patriarcal que  dominaba no sólo la familia sino la política, el derecho y la cultura. Es importante  que definamos que entendemos por patriarcado: “una estructura básica de todas las sociedades contemporáneas. La cual  se caracteriza por la autoridad, impuesta desde la institución, de los hombres  sobre las mujeres y sus hijos en la unidad familiar”(3). El patriarcado establece que en el  interior de la casa la autoridad es el padre, es él quien produce y garantiza  el orden. La relación entre los sexos está regida bajo la figura de la  subordinación y los niños son dependientes de este orden. Esta noción incide  profundamente en la concepción del parentesco, éste es estructural. O sea, que  una alianza que da lugar a la filiación reproduce vínculos estructurales, que  tienden a ser vitalicios.  
        Ahora bien, el  agotamiento del patriarcado en el siglo XXI, es un hecho. Castells, sostiene  que la combinación de cuatro elementos genera la crisis de la familia  patriarcal: 
        
          - “la transformación  de la economía y del marcado laboral, en estrecha asociación con la apertura de  las oportunidades educativas para las mujeres;
 
          - la transformación  tecnológica de la biología, la farmacología y la medicina ha permitido un  control creciente sobre el embarazo y la reproducción de la especia humana;
 
          - en este contexto de  transformación económica y tecnológica, el patriarcado ha sufrido el impacto  del desarrollo del movimiento feminista, en el período subsiguiente a los  movimientos sociales de la década de los sesenta;
 
          - el desafío al  patriarcado es la rápida difusión de las ideas en una cultura globalizada y en  un mundo interrelacionado, donde la gente y la experiencia viajan y se  mezclan”(3).
 
         
         
          Estas cuestiones  enunciadas se traducen en una profunda transformación, que entre otras cosas  pone en cuestión la autoridad masculina. El orden ya no es necesariamente  instaurado por el padre, en adelante la autoridad es una construcción. Pasan a  predominar las relaciones horizontales por sobre la verticales, actualmente ya  no se lidia con las relaciones verticales y éstas no ejercen la autoridad,  motivo por el cual queda pendiente la construcción de un nuevo orden. Y en  consecuencia, también pierde relevancia la generación previa, de nada sirve ya  acumular experiencia porque el mundo es otro. 
          En tiempos de  disciplinamiento, en otras palabras tiempos de patriarcado, todas las  instituciones –la familia, la escuela, la fábrica, el hospital, la prisión- se  sostenían en el metadiscurso del Estado-Nación,   éste era quien les proveía solidez y coherencia. Estaba instituido lo  que se debía y lo que no. Ahora bien, desfondado el Estado-Nación las  instituciones pierden su discurso referente, es decir ya no hay un modo  instituido, sino un estado de fragmentación. Caído el sostén del modelo  estructural queda la   contingencia. Las situaciones ya no son de un modo  determinado de una vez y para siempre, sino que pueden o no ser(4). 
           
          Y es reflejo de esta  contingencia la creciente diversidad existente en torno a las organizaciones  familiares. “La aparición del concepto de  «familia recompuesta», que remite a un doble movimiento de desacralización del  matrimonio y humanización de los lazos de parentesco. En lugar de divinizada o  naturalizada, la familia contemporánea se pretendió frágil, neurótica,  conciente de su desorden. Así brotó de si mismo desfallecimiento un vigor  inesperado. Construida, reconstruida, deconstruida, recuperó el alma en la  búsqueda dolorosa de una soberanía fracturada e incierta”(5). 
          De ahora en  adelante, los hijos son criados por la madre, el padre, dos madres, dos padres,  con hermanastros o sin ellos, con medios hermanos o sin ellos. Ya no es un  insólito ni repudiado el ser hijo de madre soltera, hoy incluso se puede ser  hijo de probeta.  
  “Las mujeres, en la aurora del siglo XXI, habían adquirido  la posibilidad de quererse estériles, libertinas, enamoradas de sí misma, sin  temer los furores de una condena moral o una justicia represiva”(5). La ecuación mujer y madre se rompe  como único camino a transitar, ahora más bien se formula que entre otros tantos  modos de realización la mujer puede ser madre. 
        La decisión como estrategia  de subjetivación 
  ¿Pero entonces por qué sufrimos? Formula entre otras  preguntas Z.Bauman. 
          En tiempos de  patriarcado el sufrimiento provenía del disciplinamiento, es decir que eran las  instituciones quienes reglaban e imponían los modos de pensar, sentir y actuar.  Los deseos entraban en conflicto con éstas, ese era el sufrimiento, y en  consecuencia las estrategias de subjetivación eran del orden de la trasgresión  de lo instituido.  
          Cuando los vínculos  se vuelven contingentes, es decir, ya no están asegurados, pueden ser o no, la  subjetividad está compelida a construirse y construir. Ya no hay qué  transgredir, ni con qué romper. Se sufre por fragmentación e incertidumbre.  Agotado el patriarcado, caídas las instituciones, son otras las subjetividades. 
           
          La clave está en que  todo cambio acarrea profundas consecuencias en el campo de la subjetividad. Retomemos  la idea: del desfondamiento del estado se desprende el desfondamiento de los  vínculos. “Es que sin instituciones, los  vínculos ya no son, por supuesto, relaciones instituidas, ni mandatos respecto  de los cuales hay que emanciparse, sino ocasiones de una experiencia. (…) Sin instituciones estatales, los individuos  devenimos superfluos porque no somos nadie para otro a menos que produzcamos  las operaciones que nos vuelvan necesarios para otro. Esa producción se hace en  vínculo con otro, y si no, no se hace ¿Cómo podría yo hacerme necesario para  otro si no es con otro? núcleo  decisivo en el estatuto del amor actual. Se ve otro modo de concebir el amor:  bajo la figura de hacerse necesario para otro”(6). 
          Sin instituciones no  hay un patriarca que nos mande qué ser ni cómo hacer. Nos hacemos en relación a  otros, somos en los vínculos. Pero entendamos bien que vínculo no es  amontonamiento, vínculo implica decisión de estar con otro en un marco de  incertidumbre constante.  
          Y esta idea es tanto  un alivio como una responsabilidad. Alivio en la medida en que de nada nos  sirve lamentarnos por lo que ya no es, ni porque en otros tiempos las cosas  eran de diverso modo. Pero responsabilidad vital porque nos encontramos  compelidos a decidir y nadie puede hacerlo en nuestro lugar. 
          Por este motivo  también la maternidad pasa a ser una decisión. La maternidad entonces, se  desarrolla como responsabilidad. 
  “Quien espera algo ya está constituido; quien tiene que  decidir, no. Notemos que la decisión es la operación  que constituye la subjetividad cuando no hay instituciones. Sin instituciones,  nadie puede decirte qué eres; tú decides. La decisión no es un querer ser algo sino un hacer y constituirse haciendo. O sea  que lo que se decide es hacer algo, y en ese hacer se constituye esa subjetividad.  No se decide ser alguien; eso sería constituirse subjetivamente según un ideal,  y no según una decisión. La decisión es práctica, y una vez realizada, el  sujeto se constituye comprendiendo el sentido de lo que decidió”(6). 
   
          En esta línea de la  decisión y la maternidad es que me parece apropiado tomar las palabras de  Bauman, filósofo de los tiempos de la fluidez. 
  “Los objetos de consumo sirven para satisfacer una  necesidad, un deseo o las ganas de un consumidor. Los hijos también. Los hijos  son deseados por las alegrías del placer paternal que se espera que brinden, un  tipo de alegría que ningún otro objeto de consumo, por ingenioso y sofisticado  que sea, puede ofrecer”(7). 
          El eje de la  maternidad no es el anhelo de un otro que venga a colmar los deseos, fin que  cumpliría más adecuadamente un objeto de consumo. Un hijo es más bien otra  cosa… 
  “Tener o no tener hijos es probablemente la decisión con  más consecuencias y de mayor alcance que pueda existir. Tener hijos implica  sopesar el bienestar de otro, más débil y dependiente, implica ir en contra de  la propia comodidad. La autonomía de nuestras propias preferencias se ve  comprometida una y otra vez. Implica aceptar esa dependencia de lealtades  divididas por un período de tiempo indefinido, y comprometerse irrevocablemente  y con un final abierto y sin cláusula hasta nuevo aviso, un tipo de obligación  que va en contra del germen mismo de la moderna política de vida líquida y que  la mayoría de las personas evitan celosamente en todo otro aspecto de su vida”(7). 
          La decisión hace a  la madre y sólo ésta puede darle lugar real a un hijo. La maternidad, es un  modo de constituirse subjetivamente con otro.  
        Conclusión 
          Huelga decir que las  situaciones no han sido invariantes, desde Esparta donde prácticamente la mujer  adquiría su dignidad por la decisión valiente de un hijo, hasta la modernidad  donde la mujer tenía en su hijo una prolongación de su propiedad y esperaba  obtener del matrimonio de sus hijas una promoción de su estatus.  
        En la actualidad el estatuto de mujer no necesariamente implica la maternidad. Pero  sí ser humano necesariamente está ligado a una decisión de vinculación, donde  se es con un otro, pero este no tiene porque ser necesariamente un hijo. Y de  serlo, de ser un hijo aquel otro, cuánto más afortunado y saludable será si su  madre decide construirse subjetivamente con él para así constituirse  mutuamente.                |