Introducción
          Las  problemáticas ambientales presentan una complejidad inherente a su carácter  relacional sociedad-ambiente que permea diversas cuestiones que se desprenden  de ellas, incluyendo a los conflictos ambientales y a las organizaciones  sociales que emergen como consecuencia de los mismos.
          
En  estos conflictos ambientales muchas veces se pone en juego el rol de la especie  humana como parte o no de su ambiente, hecho que desde el sector científico se  ha traducido en abordajes “antropocéntricos” o “ecocéntricos” según el extremo  de esta relación en el que se haga hincapié.
Esta  complejidad, plasmada en la dificultad de determinar que queda fuera y que  queda dentro de lo “ambiental”, problematiza también la posibilidad de  clasificar a quienes se organizan en torno a determinadas problemáticas  ambientales dentro de las teorías y clasificaciones de los movimientos sociales  clásicos y contemporáneos. 
En  este sentido, uno de los temas discutidos en este trabajo serán las diferentes  acepciones dadas al “ambientalismo” y el porqué de la emergencia de la  categoría “socioambiental”. En relación a ello, discutiremos cómo la  “naturaleza negadora de lo social” del ecologismo/ambientalismo hegemónico dificulta  a ciertas organizaciones preocupadas por temáticas ambientales, posicionarse  desde un campo “popular”, o ser reconocidas como tales. Por otra parte, es  importante destacar que la denominada “crisis ambiental” ha potenciado la articulación  de diversas organizaciones y sectores sociales y políticos en espacios y  reivindicaciones en común, generando nuevas “confluencias” socio-políticas cuya  permanencia en el tiempo dependerá de los procesos que se desarrollen en torno  a los diferentes conflictos. 
Es  decir, estos “movimientos socioambientales” se mueven en las difusas fronteras  entre lo institucional-no institucional, entre el “conocimiento” y el “saber”, y  entre el “desarrollo sustentable” y la deconstrucción de éste y otros  conceptos. 
Ante  ello, el objetivo de este trabajo es analizar este doble rol que juegan estas  organizaciones, contribuyendo a la mejora de procesos institucionales –como los  procedimientos de evaluación de impacto ambiental- y, paralelamente, realizando  cuestionamientos a estos mecanismos de toma de decisiones y generando otros  espacios de participación. 
        También se analizará cómo estos “nuevos” sujetos  sociales se relacionan con la emergencia del tema en la producción científico-académica,  y cómo las discusiones en torno a ciertos conceptos y problemáticas se dan  simultáneamente en el campo académico y en el campo de la militancia  “socioambiental”.
        1. Crisis ¿ambiental?         
        Uno  de los autores que ha descrito la crisis de las últimas décadas en términos de  crisis ambiental es el mexicano Enrique Leff. Para él, la crisis ambiental, que  relaciona a la problemática ambiental con la crisis actual y la crítica a la  racionalidad moderna –y a sus postulados en torno a la economía y a la  cultura-, se ha transformado en un conflicto que va más allá de la pérdida de  bienes y servicios ecológicos, generando una pérdida de la existencia no sólo  en el aspecto material, sino también en cuanto al sentido mismo de la vida. Son  diversos los motivos que, según Leff, potenciaron su advenimiento, entre ellos:  el cuestionamiento a la sobre-economización del mundo, el desbordamiento de la  racionalidad cosificadora de la modernidad, y los excesos del pensamiento  objetivo y utilitarista (1). Se trata, entonces, de la crisis del efecto del  conocimiento –verdadero o falso- sobre lo real, es decir, una crisis de las  formas de comprensión del mundo. Leff también destaca que lo inédito de la  crisis ambiental de nuestro tiempo es la forma y el grado en que ha quedado  demostrado cómo la racionalidad de la modernidad interviene en el mundo,  socavando las bases de sustentabilidad de la vida e invadiendo los mundos de  vida de diversas culturas (Leff, 2004).
          
  Si  se analiza lo planteado por Enrique Leff, se infiere que son diversas las  escalas –o aspectos- de la vida social y política en las que esta crisis se  manifiesta: como ya fue expresado, hay una invasión de los “mundos de vida” y  de algunas culturas, y, paralelamente, se asiste a una crisis del Estado, y de  la legitimidad de sus instancias de representación (Leff, 1994).
  
  En  resumen: estamos ante una crisis que se manifiesta tanto en la pérdida de  sentido de la vida y en el socavamiento de nuestra “cultura”, como en el cuestionamiento  a la legitimidad del Estado, y en replanteos respecto a la construcción y  validación del conocimiento. Si bien en reiteradas oportunidades se la denomina  “crisis ambiental”, la variedad de aspectos destacados seguramente excederían  lo que la sociedad en general podría considerar cómo “temáticas ambientales”. En  este sentido, Leff afirma que “la  cuestión ambiental es una problemática eminentemente social, generada por un  conjunto de procesos económicos, políticos, jurídicos, sociales y culturales”  (Leff, 2004, p. 200). El autor considera que la conexión entre lo natural y lo  social ha estado guiada por el propósito de internalizar normas ecológicas y  tecnológicas a las teorías y a las políticas económicas, y se ha dejado al  margen el análisis del conflicto social y las relaciones de poder que allí se  plasman y se hacen manifiestas en torno a las estrategias de apropiación social  de la naturaleza.
  
  Cuando  se aborda el surgimiento del “movimiento ambiental”, éste aparece, dentro de la  mayor parte de la bibliografía existente sobre “Nuevos Movimientos Sociales”  (NMS), como uno de ellos -sino el más destacado-, que suele ser interpretado  como la expresión de una crisis de civilización, y como respuesta a ella.  Podría decirse, tal como afirma Carlos W. Porto Gonçalves (2005), que parece no  haber campo del hacer humano con el cual los ecologistas no se envuelvan,  empleando deliberadamente un estilo que transita entre el rigor  científico-filosófico y el manifiesto político.
  
  Parece  evidente, pero no siempre se lleva a la práctica, la necesidad de evitar la  separación de todo “problema ambiental” de los conflictos y cambios sociales y  políticos enfrentados por una población determinada. “El continuo intento de  separar la “crisis y problemas ambientales” de las “crisis económicas y  políticas” del sistema en que vivimos, es una forma ideológica de intentar no  debatir realmente las contradicciones estructurales de este sistema, que son  las que generan las problemáticas ambientales, y que afectan tanto al “medio”  como a los seres humanos, especialmente a los más pobres y/o a las minorías  étnicas –desigualdad que se ha denominado “racismo ambiental”-.” (Pinto y  Wagner, 2010).
  
  Y  a continuación, resulta pertinente preguntarnos: ¿cómo definimos lo  “ambiental”? ¿Es el ser humano parte de este “ambiente” y/o causante de su  transformación? 
  
  En  este sentido, destacamos que el ambiente o medio ambiente es un objeto de  estudio diferente al de los sistemas naturales por un lado y al de los sistemas  sociales por el otro. “Este nuevo objeto fue tomado inicialmente por la  ecología para ser estudiado ya que era la disciplina científica especializada  en el estudio del funcionamiento de la naturaleza. Pero una visión  exclusivamente natural hubiera resultado insuficiente, de allí que debieran  incorporarse los análisis sociales” (Foguelman y González Urda, 2009, p. 202).
  
  Son  diversas las causas de esta separación naturaleza-sociedad, y de su  correspondiente análisis. Entre ellas, desde las ciencias sociales, ha habido  una resistencia a la incorporación de lo “ambiental”. Este concepto, que nace justamente  de la confluencia y del análisis de esta relación sociedad-naturaleza, ha sido  llevado por las diferentes disciplinas de la ciencia, a enfatizar uno u otro  componente relacional. Veamos algunos ejemplos.
  
  Desde  la sociología, a fines de la década de los ´70, Riley Dunlap y William Catton,  definían el campo de la sociología medioambiental como “el estudio de la  interacción entre el medio ambiente y la sociedad”, sosteniendo que el examen  de esa interacción requeriría superar la reticencia tradicional y profunda de  la sociología a reconocer la relevancia del entorno físico para comprender las  sociedades contemporáneas, ocasionada en gran parte por la tradición  durkheimiana de explicar los fenómenos sociales sólo en términos de otros  hechos sociales, y la aversión a los excesos iniciales del determinismo  geográfico y biológico. Estos autores también destacan que las tendencias  societales, como el crecimiento de la urbanización, permitieron suponer que, al  menos en las sociedades industriales, la vida humana era cada vez más  independiente del mundo físico. Sin embargo, el cambio de circunstancias (como  la crisis energética de 1973/74) requirió que la sociología se quitara las  “anteojeras” impuestas por este “exencionalismo”(2) y adoptara un paradigma  ecológico o una visión del mundo que reconociera la dependencia del ecosistema  de todas las sociedades humanas (Dunlap, 2002).  Por su parte, Richard Norgaard afirma que “los pocos sociólogos  que se han esforzado por explicar cómo han surgido los cambios  medioambientales, han situado el origen del problema en el distanciamiento  social asociado a la modernidad o en la estructura inherente al capitalismo.  Aunque estas explicaciones son socialmente históricas, no son  medioambientalmente históricas, porque el mundo biofísico no ha representado un  papel histórico en el modo en que se han manifestado los problemas  socioambientales” (Norgaard, 2002, p. 167). En la misma línea, Frederick Buttel  destaca que, si bien lo que distingue a la sociología del medio ambiente de la  sociología dominante es que la primera reconoce que las variables biofísicas  afectan a la estructura y al cambio social tanto como las puramente sociales, el  grueso de la investigación sociológica del medio ambiente se inspira  esencialmente en los esquemas sociológicos que dan primacía a las variables  sociales (Buttel, 2002)
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  Por  tomar otro ejemplo de cómo la cuestión “ambiental” se inserta en una disciplina  ya consolidada, la “historia ambiental”, por su parte, viene adoptando enfoques  en los que se busca reforzar la presencia “medioambiental” en las investigaciones  históricas y rehabilitar a la naturaleza como agente histórico. En algunos  casos, se ha entendido a la historia ambiental como la historia de los recursos  naturales, e incluso algunos historiadores confunden la historia de los seres  humanos con una historia natural, ya sea por la creencia en la determinación  físico-biológica de las sociedades, ya sea por la consideración del hombre como  un animal más. Es decir, en algunos casos ha habido una sujeción absoluta a las  leyes de la ecología y de la termodinámica, que ha despertado ciertas críticas.  “La dinámica de las sociedades difícilmente pueda explicarse en función de esas  leyes de funcionamiento de la naturaleza; ello es tan absurdo como pensar que  puedan explicarse sin su influencia” (Zarrilli, 2002, p. 90).
 
  
  Ante esta tendencia a caer en  enfoques que dan primacía a variables “naturales” o “sociales”, sin un adecuado  equilibrio entre ambas, es imprescindible destacar que, tal como afirma Carlos  W. Porto Gonçalves, toda sociedad, toda cultura, crea, inventa, instituye una  determinada idea de lo que es naturaleza. En ese sentido, el concepto de  naturaleza no es natural, siendo creado e instituido por los hombres,  constituyendo uno de los pilares a través del cual los hombres construyen sus  relaciones sociales, su producción material y espiritual, es decir, su cultura.  “El hombre es la naturaleza que toma conciencia de sí misma y éste es un  descubrimiento verdaderamente revolucionario en una sociedad que de ello se  olvidó al colocar su proyecto de dominación de la naturaleza” (Porto Gonçalves,  2005). Esto no va en detrimento del hecho de que la naturaleza existe más allá  de cómo es conceptualizada por el ser humano, pero, como destaca Henri Acselrad  (2004) se requiere de un esfuerzo de no tratar por separado la caracterización  de las dimensiones físico-materiales y la explicitación de las dimensiones  simbólicas asociadas a los modos de representar el medio, ya que, por ejemplo,  los conflictos ambientales,  son conflictos  entre distintos proyectos de apropiación y significación del mundo material.
  
  También pueden rastrearse otros  motivos de esta fragmentación –entre sociedad y naturaleza- en las  características de algunas organizaciones de la sociedad civil que se  autodenominaron y/o fueron reconocidas por el resto de la sociedad como  “ambientales”. La mayor parte de estas organizaciones, cuyo número creció y  ganaron visibilidad en las décadas del ´60 y ´70 en los países “desarrollados”,  tomaron como centro la conservación de la naturaleza “prístina”, sin incluir en  su objeto de protección a las poblaciones que habitaban en esos ambientes, contribuyendo  a la construcción de una imagen del “medioambientalismo” ligada a la defensa de  una naturaleza de la cual el ser humano no era considerado parte. Es lo que  Joan Martínez Alier denomina “el culto a lo silvestre”, basado en la defensa de  la naturaleza inmaculada, y representado desde hace ya más de cien años por  John Muir (3) y el “Sierra Club” en Estados Unidos. Esta “corriente del  ambientalismo”, no ataca al crecimiento económico, sino que se preocupa por  preservar y mantener lo que queda de los espacios naturales prístinos fuera del  mercado. Durante los últimos 30 años, el culto a lo silvestre ha estado  representado en el activismo occidental por el movimiento de la “ecología  profunda”, que propugna una actitud biocéntrica ante la naturaleza. La  principal propuesta política de esta corriente consiste en mantener reservas  naturales, libres de la interferencia humana. Se trata de organizaciones  conservacionistas, en muchos casos de los países del norte, que se centran en  la preservación de la naturaleza salvaje, intacta, así como en la restauración  de áreas degradadas. Es decir, no hay un cuestionamiento al crecimiento  económico como tal, pero se busca la preservación de la naturaleza quitándola  del mercado. Esta corriente se encuentra muy preocupada por el crecimiento  poblacional, y está respaldado científicamente por la “Biología de la  Conservación” (Martínez Alier, 2004).
  
  Estas  organizaciones, que como ya fue mencionado, son internacionalmente reconocidas  desde las décadas de los ´60-´70, han instalado en el imaginario social una  idea de lo “ambiental” vinculada a las áreas naturales y alejada de los  problemas sociales, contribuyendo incluso a invisibilizar éstos últimos. Este  “ocultamiento” y los posibles intereses que subyacen a este posicionamiento  “ambientalista” han venido cuestionándose en los últimos años. Por ejemplo, Jorge  Orduna (2008), en su libro “Ecofascismo. Las internacionales ecologistas y las soberanías  nacionales” denuncia la relación entre los miembros de organizaciones  ecologistas internacionales y aquellos vinculados a sociedades de Eugenesia (4).  Para Orduna, la fórmula ecologista de “más  población equivale a más contaminación”, sirvió a los eugenecistas para adoptar  un perfil más bajo luego de la Segunda Guerra Mundial. “Para ambos resulta  conveniente y necesario ir “protegiendo” y “reservando” áreas, generar tratados  internacionales que necesariamente recortarán las soberanías nacionales,  regiones enteras que pueden ir pasando bajo control “internacional”, deben ser  reconocidas como patrimonio de una humanidad que no todas las partes  involucradas entienden de la misma manera. Así, pues, un mismo “enemigo”, el  crecimiento poblacional y la industrialización, son los factores que vuelven  complementarios dos conjuntos de ideas: Antipoblación y Conservacionismo  Natural” (Orduna, 2008, p. 40).
 
  
  Otra  de las críticas hacia esta corriente conservacionista está dirigida hacia la  interpretación del incremento del apego a la vida silvestre en términos de  post-materialismo. El politólogo Ronald Inglehart, en la década de los años  ´70, interpretó el aumento de personas preocupadas por la naturaleza en  términos “post-materiales”, es decir, en el surgimiento de nuevos valores  sociales a medida que las necesidades materiales disminuyen al haber sido  satisfechas.
 
  
  Si  bien esta afirmación puede responder a la situación de una parte de la  población de Estados Unidos y otros países ricos, el término “post-materialismo”,  es terriblemente equivocado en sociedades como la de Estados Unidos, la Unión  Europea o Japón, cuya prosperidad económica depende del uso per cápita de una  cantidad muy grande de energía y materiales, y de la libre disponibilidad de  sumideros y depósitos temporales para su dióxido de carbono (Guha y Martínez  Alier, 1997). “Para algunos, el ecologismo sería únicamente un nuevo movimiento  social mono-temático, propio de sociedad prósperas, típico de una época  post-materialista. Había que rechazar esa interpretación. En primer lugar, el  ecologismo - con otros nombres - no era nuevo. En segundo lugar, las sociedades  prósperas, lejos de ser post-materialistas, consumen cantidades enormes e  incluso crecientes de materiales de energía y, por tanto, producen cantidades  crecientes de desechos. Sí acaso, la tesis de que el ecologismo tiene raíces  sociales que surgen de la prosperidad, se podría plantear, no en términos de  una correlación entre riqueza e interés "post-materialista" por la  calidad de vida, sino precisamente en términos de una correlación entre riqueza  y producción de desechos y agotamiento de recursos” (Martínez Alier, 2009, p. 3).  Ya en 1992, Martínez Alier había ejemplificado que: el movimiento antinuclear  sólo podía nacer allí donde el enorme consumo de energía y la militarización  llevaron a la construcción de centrales nucleares. El movimiento por la  recogida selectiva de basuras urbanas sólo podía nacer allí donde las basuras  están llenas de plásticos y papel, y donde hay razones para inquietarse por la  producción de dioxinas al incinerar tales basuras. Desde luego, sería absurdo  negar que existe ese ecologismo de la abundancia. Pero también existe un  ecologismo de la supervivencia, un ecologismo de los pobres, que pocos han  advertido hasta que el asesinato de Chico Mendes, en diciembre de 1988, lo hizo  entrar por vía televisiva en los tibios hogares de los países del Atlántico  Norte (Martínez Alier, 1992).
  
  De  esta manera, se explica por qué se considera que el ambientalismo occidental de  los años `70 no creció debido a que las economías hubieran alcanzado una etapa  “post-materialista”, sino precisamente por las preocupaciones “muy materiales”  sobre la creciente contaminación química y los riesgos o incertidumbres  nucleares. Joan Martínez Alier también lo relaciona con el caso de la  organización “Amigos de la Tierra”, que nació en 1969, cuando el entonces  director del “Sierra Club”, David Brower, se molestó por la falta de oposición  de esta organización a la energía nuclear. Actualmente, “Amigos de la Tierra”  es una confederación de grupos de distintos países, algunos orientados a la  vida silvestre, otros preocupados por la ecología industrial, y otros  involucrados en los conflictos ambientales y de derechos humanos provocados por  empresas transnacionales en el Tercer Mundo (Martínez Alier, 2004). En relación  a lo anterior, algunos analistas consideran la escisión del Sierra Club, como  una marca de la ruptura entre el “viejo conservacionismo” y el “nuevo  ecologismo radical” que también se visibilizaba en los años setenta. 
  
  Por  otra parte, otra crítica hacia la tesis del “post-materialismo”, es que las  necesidades básicas del ser humano pueden satisfacerse de múltiples maneras, es  decir, la riqueza se define culturalmente. La relación entre elecciones,  valores y necesidades es compleja. Por ejemplo, se critica la afirmación de  Inglehart de que el impacto de los valores sobre la conducta tiende a ser mayor  entre los que tienen niveles relativamente altos de educación, información,  intereses y habilidades políticas. Las personas con estas características  pueden también ser de estratos privilegiados de la sociedad, y podrían tener  también más interés en defender globalmente el status quo (Riechmann y Fernández Buey, 1994).
  A  diferencia de estas corrientes conservacionistas, existen también algunas  organizaciones que, si bien ciertos medios de comunicación, sectores  gubernamentales y/o las empresas que resultan afectadas por su accionar denominan  “ambientalistas”, no se consideran como tales. Para este tipo de movimientos  –asambleas socioambientales, movimientos campesinos e indígenas, entre otras-  esta crisis llamada “ambiental” es el reflejo directo de la política económica  vigente que, si bien no es la única posible, es la actualmente –e  históricamente- hegemónica (Pinto y Wagner, 2010). 
  
  En  contraposición a ello, otras corrientes del ambientalismo, con una lectura que  podría denominarse “ecoeficiente”, ven a la crisis ambiental como una “crisis  técnica”, donde la “modernización verde” de los medios y procesos de  producción, bajo la misma lógica capitalista de consumo que la origina,  alcanzaría para sanar la problemática de la contaminación actual, a pesar de  que sea obra más que nada del alto consumo de los países centrales, y de las  clases medias y altas de los países “empobrecidos” (Martinez Alier, 2009). Por  su parte, y como ya fue destacado previamente, los representantes del “culto a  lo silvestre”, consideran la cuestión ambiental como un problema “esencial”  donde son los “humanos” (y más específicamente los pobres) sin educación  ambiental, y no las formas hegemónicas de apropiación del “medio”, los  responsables por el desequilibrio entre el hombre y el “ecosistema” apropiado  por éste, en detrimento de la “fauna” y “flora”, “las únicas verdaderamente perjudicadas”  por la contaminación ambiental, según los “conservacionistas” de tal corriente  (Pinto y Wagner, 2010).
        
        2. Movimientos  sociales, ecologismos, ambientalismos, movimientos socioambientales,  ¿movimientos populares?
        Los primeros analistas que se percataron  de la emergencia del “ecologismo” lo percibieron como uno más de los Nuevos Movimientos  Sociales (NMS) –feministas, religiosos, urbanos, populares, de género- que, en  sus formas a-políticas de hacer política, aportaban nuevas perspectivas a la  cultura política (Mainwaring y Viola, 1985). Es decir, se lo incluyó dentro de  los “nuevos movimientos de la sociedad civil” (religiosos, feministas,  juveniles, estudiantiles y de las minorías étnicas). Dentro de estos NMS, el  ecologismo fue destacado por ciertas características propias de la problemática  que aborda. Por ejemplo, Enrique Leff (2004) afirma que los grupos ecologistas  o ambientalistas se diferencian de otros nuevos movimientos de la sociedad  civil, por sus móviles y objetivos, como así también por sus formas específicas  de organización, sus estrategias de lucha, y las diversas formas en las que  significan y valorizan su naturaleza desde sus culturas. Considera también que  su diversidad dificulta sistematizar sus experiencias, tipificar sus estrategias  y determinar sus tendencias. Es decir, los movimientos ambientalistas parecen  mostrar un mayor grado de flexibilidad, adaptabilidad, capacidad de respuesta y  posibilidades de radicalizar sus demandas, lo que les ofrece ventajas  estratégicas frente a las organizaciones políticas institucionalizadas,  partidos políticos y sindicatos, constituyendo un movimiento que atraviesa todo  el ejido social. 
  Otros autores consideran al  ambientalismo como el único movimiento “nuevo” dentro de los NMS, por la  novedad de su respuesta social hacia un hecho sin precedentes en la historia:  la destrucción ecológica y el cambio global (Gunder Frank y Fuentes,  1988).  Riechmann y Fernández Buey  (1994) avanzan en este sentido. Para ellos, si bien el ecologismo se relaciona  con movimientos o submovimientos sociales anteriores, desde el incipiente  ambientalismo del movimiento obrero decimonónico hasta el movimiento  pro-“ciudades jardín” en los primeros años del Siglo XX, desde el  proteccionismo que luchó en el siglo XIX por la creación de parques nacionales  hasta el naturismo burgués o el anarquismo obrero que en los primeros decenios  del siglo XX intentaba nuevas formas de trabajar, producir y consumir (5), “desde  el higienismo decimonónico, el ambientalismo obrero, la protección de los  paisajes y el naturismo, hasta la toma de conciencia de la amenaza ecológica  global, media un verdadero salto cualitativo que no se producirá sino en la  segunda mitad del siglo XX, y muy señaladamente a partir de los años setenta.  Lo que así se forma es un nuevo movimiento social, el ecologismo, que responde  a una situación socioecológica radicalmente nueva” (Riechmann y Fernández Buey,  1994, p. 111).
  
  Este “ecologismo” va a emerger en la  década de los ´60, y principalmente en la de los años ´70 y ´80, en las que  confluyeron diversos sucesos que colocaron la problemática ambiental en la  agenda internacional: accidentes y/o negligencias que evidenciaron impactos  ambientales de gran magnitud en diferentes actividades (6),  y la proliferación de libros, informes y  conferencias internacionales sobre medio ambiente, que comenzaron a hacer  hincapié sobre los límites del planeta ante la industrialización, la  contaminación y el crecimiento económico. 
  
  Entre las publicaciones que  alcanzaron gran repercusión, se destaca “Silent Spring” (Primavera Silenciosa),  en 1962, de la bióloga norteamericana Rachel Carson. Rescataremos una reflexión  sobre la línea que Carson marcó y que fue seguida en aquellos años: “El libro  de Carson marcó el camino con su concepción abstracta y pesimista, dosis  sutiles de alarmismo, y un empleo cuidadoso de la información científica, a  todo el alud de publicaciones que aparecieron en los años siguientes: ni una  palabra sobre el carácter histórico y social del conocimiento y la técnica y, en  consecuencia, nada sobre la posibilidad de modificarlos; por lo tanto, el  verdadero culpable de la crisis ambiental es “El Hombre”, es decir, todos y  nadie” (Toledo, 1993, p. 901).
  
  Otra publicación destacada fue “The  population Bomb” (La bomba de la población), en 1968, del biólogo  norteamericano Paul Erlich, que vinculaba el carácter limitado de los recursos  naturales con el crecimiento desmedido de la población. Posteriormente, un  reporte del equipo de investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts,  dirigido por D. Meadows, se tituló “Limits to Growth” (Los límites al  crecimiento) y fue preparado para el “Club de Roma”. Además de publicaciones y  debates internacionales (7), en 1972 se desarrolló la “Conferencia de Naciones  Unidas Sobre el Medio Ambiente”, en Estocolmo. Unos meses después, la llamada  “crisis del petróleo” –el incremento de su precio determinado por los países  exportadores- generó otra señal de alarma sobre los “límites”. Esta dimensión  planetaria del debate sobre el ambiente se tradujo en los años siguientes en la  creación de numerosas organizaciones sociales y políticas (Toledo, 1993).  También es la década donde, como ya fue mencionado, se produce el mayor quiebre  entre el movimiento conservacionista y el “otro ecologismo”, ejemplificado por  la ruptura del “Sierra Club” y la creación de “Amigos de la Tierra”, como caso  referente. En cuanto a Argentina, algunos autores, como Mainwaring y Viola  (1985), identifican los primeros movimientos ecologistas en la década del ´70. 
  
  Leff destaca que las investigaciones  sociológicas sobre los NMS han puesto en relieve los problemas teóricos y  metodológicos que surgen para la percepción y caracterización del  ambientalismo, debido a su complejidad que no puede ser abordada desde la  tipología de los actores de los movimientos sociales tradicionales, ni pueden  ser definidos en función de sistemas de referencia a los que se remite la  acción colectiva (Leff, 2004). 
  
  Pero… ¿son ecologismos o  ambientalismos? ¿Cuál es la diferencia entre ambas definiciones? Algunos  autores las utilizan de forma indistinta. Sin embargo, otros marcan diferencias  entre estos términos, que detallaremos a continuación a fin de responder a la  siguiente pregunta: ¿Por qué muchas organizaciones que son llamadas  “ambientales” por los medios de comunicación, estamentos gubernamentales y  sectores empresarios, rechazan esta denominación? 
  La bibliografía europea disponible  sobre el tema –y haremos especial hincapié en la de España- utiliza el término  “ambientalismos” para referirse a las diferentes corrientes dentro del  movimiento, y “ecologismo” o “movimiento ecologista” para referirse a una de ellas,  la de carácter más radical y/o de izquierda.
  
  Veamos algunos ejemplos de lo antes  mencionado, en los que se reflexiona sobre el surgimiento de la historia ambiental  y su vinculación con estos movimientos: “No fue casual que la historia  ambiental surgiera y se difundiera rápidamente en Alemania y Estados Unidos,  países donde el movimiento ecologista fue pionero y gozó desde el principio de  bastante respaldo social. Las peculiaridades del proceso político español,  marcado por la transición política y la tardía crisis de los partidos y  movimientos sociales vinculados a la izquierda tradicional, explican la tardía  implantación del movimiento ecologista” (González de Molina y Martínez Alier,  2001, p. 11). Por otra parte, se remarca el relativo divorcio de la ecología  como ciencia y la historia ecológica como enfoque historiográfico, que tiene su  razón de ser “en la vinculación de un puñado de historiadores al movimiento  ecologista y en el rechazo de la mayoría de los ecólogos profesionales por este  movimiento social” (González de Molina y Martínez Alier, 2001, p. 12).
  
  El último aspecto mencionado, la  separación y/o vinculación entre ecología –o ecólogos- y ecologistas, también  es abordada por otros analistas. Entre ellos, Peter Bowler explica: “Ecología  es meramente la disciplina que estudia las interacciones de los organismos con  su medio. La historia muestra que tales estudios pueden emprenderse dentro de  toda una variedad de sistemas de valores (…). Sólo en décadas más recientes se  ha creado, con el crecimiento del ecologismo, una situación en que un número  importante de ecólogos están dispuestos a emplear su ciencia en apoyo del combate  a la explotación” (Bowler, 1998, p. 370). 
  
  Asimismo, Bowler forma parte de los  autores que utilizan la denominación “ecologismo” para referirse a un amplio  abanico de movimientos -comparado al uso ya comentado de “ambientalismos” entre  algunos autores españoles-: “El ecologismo es un movimiento complejo que ha  disfrutado del apoyo de toda una variedad de intelectuales cuyas posiciones  sobre otros problemas están lejos de ser uniformes. En su forma más limitada,  el ecologismo demandó la protección de áreas seleccionadas del medio natural  (…), todo esto reconociendo la necesidad de desarrollo en otras partes. Los  partidarios más activos del movimiento verde, en contraste, se han opuesto al  entramado total de la sociedad industrial moderna (…). Tal extremismo ha garantizado  que una preocupación por la naturaleza haya sido vinculada con programas que  son igualmente radicales con respecto a otros temas” (Bowler, 1998, p. 374). Se  desprende, de las palabras de Bowler, otra característica esencial del  movimiento “ambientalista”: la posibilidad de reunir bajo esa “bandera” actores  sociales que en otras temáticas tendrían posicionamientos totalmente  divergentes, y/o que nunca se hubieran sentado a dialogar entre sí.
  En la misma línea, el uruguayo  Eduardo Gudynas destaca que la ecología, como ciencia, logró que desde ella se  generara un movimiento social y una militancia ambientalista. Sin embargo,  afirma que, aunque ecólogos y ecologistas guardan estrechos lazos, igualmente  se han generado tensiones. Para Gudynas, ello se debe a que es posible  identificar dos maneras de concebir la ecología: una que apunta a la  investigación básica, estudiando por ejemplo la distribución y abundancia de  plantas y animales y las características de los ecosistemas, pero dejando en  segundo lugar al ser humano, ya sea por invocar una restricción epistemológica  (neutralidad valorativa) o la especificidad de su objeto de estudio  (restringido a los componentes naturales). La otra perspectiva estudia al ser  humano integrado en esos ecosistemas y las consecuencias de sus acciones, y  desde allí opina sobre múltiples temas, como los políticos y económicos. El  ambientalismo surge de la segunda corriente (Gudynas, 1997).
  
  Por su parte, los españoles  Riechmann y Fernández Buey (1994), realizan la siguiente diferenciación, en la  cual comparten con los otros autores españoles ya destacados, la identificación  del ecologismo con la línea más radical: 
  - El conservacionismo o  proteccionismo es el movimiento de protección de la naturaleza, los paisajes y  las especies vivas (8).  No se trata de  un movimiento directamente político, toma cuerpo en el tejido de asociaciones y  grupos de presión que luchan por la conservación de la naturaleza local,  nacional o internacionalmente, pero se centran en los efectos y en lo puntual,  en lugar de considerar también las causas y los contextos globales.
  
  - El ambientalismo es aquella  actividad y aquellos movimientos sociales que luchan por un mejor ambiente y  una mejor calidad de vida para los seres humanos, desde un punto de vista exclusivamente  antropocéntrico. Sólo las amenazas contra la salud humana y la calidad de vida movilizan  a los ambientalistas (9). Es decir, tanto el ambientalismo como el  proteccionismo tienden a ser reformistas: no cuestionan de forma radical los  modos actuales de producción y consumo. 
  - El ecologismo, en cambio, se  constituye como ecología política, ecología social o ecología humana, anulando  la separación que plantean el proteccionismo y el ambientalismo. Aborda la  cuestión de las relaciones humanidad-naturaleza con una perspectiva  renovadoramente global. Este movimiento social, activo desde los años setenta  en los países capitalistas avanzados y radicalizado sobre todo por la lucha  antinuclear, desea reestructurar la totalidad de la vida económica, social y  política y tiende, por tanto, a ser un movimiento anti-sistema (Riechmann y  Fernández Buey, 1994).
  
  En coincidencia con lo anterior, el  estadounidense Scott Maiwaring y el argentino –radicado en Brasil- Eduardo  Viola, en un artículo en el que analizan los nuevos movimientos sociales, las  culturas políticas y la democracia de Brasil y Argentina en la década de los  ochenta, explicitan que, en ambos países es necesario diferenciar el  “movimiento ecológico” del “movimiento del medio ambiente”, “el cual se ha centrado  en preocupaciones más específicas relacionadas con la preservación y protección  del ambiente, los efectos de la contaminación, la protección de los bosques y  la conservación del suelo. El movimiento ecológico participa de estas  preocupaciones respecto del medio natural, pero también propone y practica  formas activas de organización social. El movimiento ecológico, por lo general,  ha suscitado interrogantes con respecto a las formas de interacción humana, a  las relaciones del individuo con su trabajo y en torno a otras cuestiones relacionadas  con el estilo de vida” (Maiwaring y Viola, 1985, p. 50).
  
  Por su parte, el biólogo mexicano  Víctor Toledo, utiliza la denominación ecologismo como sinónimo de las  organizaciones sociales y políticas que surgieron en la década de los ´70,  llamando la atención sobre sus límites, a saber: su arraigo casi exclusivo  entre los que podrían llamarse “sectores privilegiados de la sociedad moderna”,  y el carácter super-estructural de las motivaciones que dan lugar a la protesta  y que movilizan a los individuos. “Ambos fenómenos quedan expresados por el  hecho de que la mayor parte de quienes han hecho suya la lucha por la defensa  de la naturaleza son precisamente aquellos que más lejos quedan –en el sentido  material y espacial- de ella” (Toledo, 1993, p. 903). Para este autor, la  introducción de la problemática ecológica de los países subdesarrollados al  debate medioambiental, permitiría “desenredar el intrincado nudo  político-ideológico” que representan los movimientos ecologistas de las  sociedades industriales. Toledo también denuncia que la pretensión de los  ecologistas por mantenerse puros de toda ideología política (y en particular  del Marxismo) esconde el temor de que su universo de preocupaciones quede  invalidado a la luz de lo “práctico-concreto”. Para él, es necesario que el  ecologismo reconozca que la explotación de los trabajadores y la dilapidación  de la naturaleza son dos dimensiones de un mismo proceso. En este sentido, bajo  el encuadre político de izquierda, las luchas por la naturaleza son finalmente  luchas por abolir los procesos de producción que no sólo destruyen a los  ecosistemas sino que también explotan al productor. Es decir, el ecologismo  debe ser transformado en una verdadera ecología política (Toledo, 1993).
  
  Por otra parte, Enrique Leff  considera que existe variedad de ambientalismos. Es decir, que es posible  descubrir expresiones, manifestaciones, actividades y luchas que van desde la  diferenciación de las ideologías y demandas de los países ricos y pobres, hasta  las expresiones que adquieren estos movimientos dentro de diferentes ideologías  teóricas, así como sus formas de expresión, generalmente asociadas a otras  reivindicaciones sociales por los derechos humanos, la etnicidad y la justicia  distributiva. Respecto a los movimientos ambientalistas en los países  “subdesarrollados” están directamente asociados con las condiciones de  producción y de satisfacción de las necesidades básicas de la población y están  caracterizados por su diversidad cultural y política, lo que les confiere una  perspectiva más global (Leff, 2004) (10). 
  Sobre esta variedad y complejidad  del movimiento ambiental, un investigador chileno, Carlos Aldunate Balestra,  afirma: “está en plena formación un fenómeno surgido a fines del siglo XX que  es más un espíritu o una intención que una doctrina fija. A ese espíritu llamaremos  aquí ¨factor ecológico¨” (Aldunate Balestra, 2001, p. 17). En su libro “El  factor ecológico, las mil caras del pensamiento verde”, Aldunate Balestra  “abre” el factor ecológico a dos líneas: la ambientalista y la ecologista. Para  ello, toma la definición del británico Andrew Dobson (11),  quien considera al ambientalismo como una  aproximación administrativa a los problemas ambientales, sin cambios  fundamentales en los actuales valores o modelos de producción y consumo. En  cambio, el ecologismo es para Dobson el que plantea cambios radicales en  nuestra relación con el mundo natural y en nuestra forma de vida social y  política. 
  
  Aldunate Balestra reconoce que la  definición tomada no es fácil de aceptar, ya que considera que la opción de los  especialistas es excluir al establishment de cualquier expresión ecológica. En este sentido, hace referencia a Manuel  Castells, quien define al medioambientalismo como “todas las formas de conducta  colectiva que, en su discurso, y práctica, aspiran a corregir las formas de  relación destructivas entre la acción humana y su entorno natural, en oposición  a la lógica estructural e institucional dominante” (Castells, 1998) (12).  Para Castells, el ambientalismo es la  ecología puesta en práctica, pero Aldunate Balestra critica lo critica al  considerar que olvida algo sustancial: que esa propia lógica no es inmutable y  que puede experimentar cambios en dirección a una mayor conciencia ecológica. Este  autor se refiere a la “inoculación de lo “ecológico” en cada vez más niveles de  decisión, como los pasos institucionales que representan ciertas normas de  calidad ambiental y regulaciones ambientales. Para este investigador, el punto  de partida del “factor ecológico” se encuentra en la tesis de “los límites del  crecimiento” incubada a fines de los ´60 en el “Club de Roma” y publicada en  1972 para la Conferencia de Estocolmo. “De la toma de posición frente a esta  máxima se desprende todo el movimiento ambiental-ecologista que conocemos hoy,  incluyendo la gestión que opera desde las instituciones” (Aldunate Balestra,  2001, p.19). Este factor tiene a su vez un movimiento espontáneamente  transversal, se pasea de izquierda a derecha, y viceversa. Por otra parte, los  distintos ecologismos generados no son permanentes ni configuran una base  teórica definitiva. Finalmente, el tercer criterio que Aldunate Balestra le  confiere a este “factor ecológico”, es que supera la simple frontera de los  “modos de hacer” y trasciende al plano de lo espiritual con fuertes influjos de  una doctrina nueva: el ecocentrismo. Desde la base ya mencionada, Aldunate  Balestra reconoce la existencia de cuatro “ecologías”: la Ecología Profunda, la  Ecología Social, la Ecología Normativa y las Ecologías Liberadoras (13).
  
  Por su parte, el ya mencionado  economista catalán, Joan Martínez Alier, destaca la existencia de tres  corrientes principales del ambientalismo, cada una de las cuales sustenta  diferentes lenguajes de valoración, que pueden entrar en disputa durante un  conflicto. Además del “culto a lo silvestre”, ya explicado, se destacan el  “evangelio a la ecoeficiencia” y el “ecologismo de los pobres”, o “ecologismo  popular”. Los miembros de la también ya mencionada corriente de la ecoeficiencia,  se preocupan por los impactos ambientales y los riesgos para la salud de las  actividades industriales, la urbanización y también la agricultura moderna.  Creen en el desarrollo sostenible o “uso prudente” de los recursos naturales, y  en el control de la contaminación a partir de la “modernización ecológica” (14).  En este sentido, descansan en la creencia de que las nuevas tecnologías y la  “internalización de externalidades” son instrumentos decisivos de la  modernización ecológica. Están respaldados por la “Ecología Industrial”  y la “Economía Ambiental”. A diferencia de  la primera corriente, se preocupa por los impactos de la producción de bienes y  por el manejo sostenible de los recursos naturales, y no tanto por la pérdida  de los atractivos de la naturaleza o de sus valores intrínsecos. Su sinónimo de  “naturaleza” serían: “recursos naturales”, “capital natural” o “servicios  ambientales”. El Instituto Wuppertal (15),   en Alemania, aparece como uno de sus mayores representantes. “La  ecología se convierte en una ciencia gerencial para limpiar o remediar la  degradación causada por la industrialización” (Visvanathan, 1997, p. 37) (16).  Sus herramientas son los indicadores e  índices de uso de materiales o energía por unidad de servicio, el análisis del  ciclo de vida de productos y procesos, y la auditoría ambiental, entre otros. “Éste  es hoy un movimiento de ingenieros y economistas, una religión de la utilidad y  la eficiencia técnica sin una noción de lo sagrado” (Martínez Alier, 2004, p. 20). 
  
  En síntesis, la corriente antes mencionada no se  opone al crecimiento económico, pero promueve un “aprovechamiento  racional/eficiente de los recursos”. No considera apreciaciones de la naturaleza  en términos de sacralidad, y tiene como conceptos claves al “desarrollo sostenible”,  las “certezas científicas”, los “expertos”, y la “innovación”, entre otros.  (17)
  Tanto el sector conservacionista como el  “ecoeficiente” son puestos en cuestión por una “tercera corriente”, que viene  desde los países “pobres” –aunque también reconoce raíces en los grupos menos  favorecidos de los países ricos-: la “Justicia Ambiental”, el “Ecologismo  Popular” o el “Ecologismo de los Pobres”. La ética de esta tercera corriente  nace de una demanda de justicia social contemporánea entre humanos. Además de  que el crecimiento económico implica impactos al medio ambiente, esta corriente  enfatiza el desplazamiento geográfico tanto de las fuentes de recursos como de  los sumideros de residuos. En este sentido, ciertas “fronteras”: la “frontera  del cobre” y la “frontera del oro”, por ejemplo, avanzan hacia nuevos  territorios. “Esto crea impactos que no son resueltos por políticas económicas  o cambios en la tecnología, y por tanto caen desproporcionadamente sobre  algunos grupos sociales que muchas veces protestan y resisten (aunque tales  grupos no suelen llamarse ecologistas)” (Martínez Alier, 2004, p. 27). Podría  decirse que esta corriente combina la apelación a la sacralidad de la  naturaleza con el interés material por el medio ambiente como fuente y condición  de sustento. 
  
  En el caso de Estados Unidos, el movimiento por  la Justicia Ambiental es un movimiento social organizado contra casos locales  de “racismo ambiental”: la contaminación del aire, la pintura con plomo, las  estaciones de transferencia de la basura municipal, los desechos tóxicos y  otros peligros ambientales que se concentran en barrios pobres y de minorías  raciales (Purdy, 2000) (18).  Tiene  fuertes vínculos con el movimiento de derechos civiles de Martin Luther King de  los años sesenta. “El movimiento por la justicia ambiental es potencialmente de  gran importancia, siempre y cuando aprenda a hablar a nombre no sólo de las  minorías dentro de estados Unidos sino de las mayorías fuera de Estados Unidos  (que no siempre se definen en términos raciales) y que se involucre en asuntos  como la biopiratería y bioseguridad y el cambio climático, más allá de los  problemas locales de contaminación. Lo que el movimiento de la justicia  ambiental hereda del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos también  tiene valor a nivel mundial debido a su contribución a formas gandhianas de  lucha no violenta” (Martínez Alier, 2004, p. 31).
  
  Si bien este movimiento en gran parte ha estado  limitado a su país de origen, existen en países latinoamericanos, como por  ejemplo en Brasil, redes que han tomado el nombre de “justicia ambiental” y  otros movimientos que toman este argumento entre sus reivindicaciones. Se  identifican dentro de esta línea los movimientos contra minas, pozos  petroleros, represas, deforestación y plantaciones forestales para alimentar el  creciente uso de energía y materiales, dentro o fuera de sus propios países, y  los conflictos por el uso del agua, entre otros.
  
  Es decir, esta corriente adhiere a la  protección del ambiente no como valor post-material, sino en defensa de las  bases de supervivencia ante los impactos y riesgos del crecimiento económico. Desde  esta perspectiva, el ambiente no es un objeto de lujo o esparcimiento, sino que  está asociado a una diversidad de lenguajes de valoración: cultural, social,  económico, cognitivo, entre otros. Se opone así a la “tibieza” de los  postulados de las corrientes conservacionistas y ecoeficientes. Sin embargo,  estas dos últimas –posiblemente por no atacar directamente al neoliberalismo,  sino proteger ciertas áreas de su avance, en el primer caso, o gestionar sus  consecuencias ambientales, en el segundo- poseen una mayor visibilidad para la  sociedad en general, y una mayor capacidad de conseguir financiamiento para sus  acciones y campañas –proveniente muchas veces de empresas cuestionadas por la  tercera corriente-. Por este motivo, los movimientos sociales (19) que pueden  clasificarse dentro de esta tercera corriente, rechazan la denominación de  “ambientalistas” –que identifican con el conservacionismo o la ecoeficiencia-  aunque, paradojalmente, en la mayor parte de los casos recurran a argumentos de  carácter conservacionista o ecoeficiente para enfrentarse al avance del modelo  extractivo. 
  
  Muchos de estos mismos movimientos, sí aceptan o  autoproclaman la denominación “socioambiental”. Este término, fue tomado por  diversas organizaciones del país, en su mayor parte por asambleas de vecinos  autoconvocados, para hacer hincapié en la imposibilidad de separar las  problemáticas que afectan al ambiente del perjuicio social que implican, por un  lado, y de la estructura social y política que las origina, por otro. Si bien  se podría utilizar la denominación “movimiento ambiental”, considerando el  ambiente como un concepto holístico,   que, como ya mencionamos, abarca los aspectos socio-políticos,  económicos, ecológicos y culturales, entre otros, diversas situaciones llevaron  a estos movimientos a rechazar esta acepción. Profundizaremos en ellas a  continuación.
  
  En primer lugar, ya mencionamos la profusa  bibliografía existente en torno al tema, con diferentes usos para los mismos  conceptos. Como fue ejemplificado, algunos autores hacen un uso indistinto de  ambas denominaciones –ecologismo y ambientalismo-, es decir, los consideran  sinónimos. Otros prefieren utilizar uno u otro, pero sin dar detalles del  porqué de su elección, y otros los utilizan para referirse a diferentes  movimientos con diferentes grados de radicalidad. 
  
  Otro aspecto a destacar, que es esencial en el  rechazo a estos términos, es la evidencia de un uso despectivo de los mismos, desde  ciertos sectores –principalmente, los vinculados a los emprendimientos  cuestionados por los denominados “ambientalistas” o “ecologistas”, y la mayor  parte de los medios de comunicación masivos-. Es decir, la primacía en el imaginario  social de lo ambiental ligado al ambientalismo “naturalista” o “ecoeficiente”,  ha sido aprovechado en la actualidad para invisibilizar los contenidos sociales  de la protesta ambiental. En respuesta a ello, la denominación “socioambiental”  busca enfatizar el hecho de que su causa va mucho más allá de una  reivindicación estrictamente preservacionista de una “naturaleza prístina” o  remediadora de los impactos ambientales generados.  
  
  Podría decirse, parafraseando a Diana Lenton  (2008), que el término “socioambiental”, “nace contrahegemónico”. Lenton  describe este tipo de nacimiento al referirse al concepto de “daño cultural”,  producido por empresas extractivas al intervenir en territorio de comunidades  mapuches. Lenton explica: “En ese sentido, la eficacia posible del mismo se  verifica y es constatable en la prevenida negativa sistemática del poder  hegemónico –estatal o empresario- a considerarlo dentro de los límites de lo  debatible. Dicho de otras maneras: no es que por ejemplo las empresas demandadas  afirmen que el daño cultural es bajo o que ha sido apropiadamente reparado,  sino que pretenden que el mismo ni siquiera existe como concepto o como demanda  posible. De allí la importancia de la intervención profesional, para establecer  sus condiciones de posibilidad sobre bases inequívocas, y diseñar su  aplicabilidad” (Lenton, 2008, p. 8). Es interesante trasladar estas reflexiones  al concepto “socioambiental”, ya que la acción de lo que Lenton denomina “poder  hegemónico -estatal o empresarial-”, pasa en este caso por la negación a  incorporar al debate algunos aspectos cuestionados por estos movimientos,  acentuando de esta manera el conflicto existente. En otras palabras, tanto el  sector empresarial, como ciertos sectores del poder estatal, e incluso del sector  científico-académico-profesional-, se niegan a discutir los aspectos políticos,  éticos e ideológicos del modelo de desarrollo que respalda a las actividades  extractivas, como, por ejemplo, la minería a gran escala. Es decir,  parafraseando a Lenton: no es que las empresas cuestionadas afirmen que el sistema  capitalista-neoliberal que sustenta la explotación de recursos naturales no  renovables es el mejor de los modelos de desarrollo posibles, o que esté  probado que la explotación de minerales a la tasa de extracción que ellos  plantean responde a las necesidades de los pueblos que la cuestionan, sino que  pretenden que estos aspectos no sean tenidos en cuenta a la hora de evaluar sus  proyectos. 
  
  Con este fin, la estrategia de estos sectores hegemónicos  es la reducción de cualquier discusión a los aspectos técnicos, imposibilitando  así cualquier posibilidad de solucionar el conflicto, ya que los mayores  cuestionamientos –los que van “más allá” de lo que consideran estrictamente  técnico- ni siquiera son incluidos en el debate.
  
  En relación a lo antes mencionado, consideramos  imprescindible dar visibilidad a aquellos componentes “no técnicos” del  problema ambiental, para evidenciar los motivos por los que los conflictos  permanecen latentes. Los aspectos sociales –incluyendo los políticos,  culturales, éticos e ideológicos- dejados de lado en las discusiones  –generalmente en nombre de la cientificidad y la objetividad- son centrales en  las reivindicaciones de los movimientos socioambientales. La visión fragmentada  de sus reclamos, y la denominación de estos movimientos como “activistas”,  “piqueteros verdes”, “eco-terroristas”, “fundamentalistas”, entre otros  calificativos, tergiversan su caracterización e impiden conocer en profundidad  la complejidad de sus demandas (20). 
  
  Por otra parte, esta misma “hegemonía” de lo  ambiental ligado a la defensa de una naturaleza de la que el hombre y sus  problemáticas no forman parte, o de una gestión ambiental que permite  solucionar técnicamente cualquier impacto generado en el ambiente, ha  dificultado la articulación de aquellos denominados “ambientalistas” con otras  organizaciones sociales y políticas que históricamente denuncian las  desigualdades sociales imperantes en nuestras sociedades. Sin embargo, la  creciente multiplicación de espacios de encuentro entre organizaciones del “campo  popular”, y diversas organizaciones socioambientales de todo el país, están  posibilitando el descubrimiento conjunto de que sus luchas tienen las mismas  causas: un sistema extractivo que avasalla los derechos de las poblaciones a  elegir su forma de vida, y la falta de opciones al modelo de desarrollo que se  intenta imponer, por parte de gobiernos cómplices y defensores de este sistema. 
  
  Ante este avasallamiento, algunos sectores de  la población se organizan, y allí es donde la noción de “poder popular” se pone  en práctica, entendido como el proceso a través del cual los lugares de vida  (de trabajo, de estudio, de recreación) se transmutan en célula constituyente  de un “poder social alternativo y liberador”, que permite avanzar en la  consolidación de un campo contra-hegemónico (Acha et al., 2007). Según este autor, este modo popular de intervención  política, se fundamenta en la necesidad de articular lo político con lo social,  de pensar y hacer política con un fundamento social, por lo que tiende a  develar la politicidad de los conflictos, incluso de los cotidianos. Vistos  desde esta perspectiva, las diversas asambleas socioambientales a lo largo del  país, constituyen nuevos espacios de construcción de “poder popular” (Stornini,  2008) aunque desde las empresas, el gobierno y los medios de comunicación  masivos, se invisibilice este aspecto del conflicto.
         
        3. Entre la  de-construcción y re-construcción de conceptos, denominaciones y procedimientos.  Confluencias entre la academia y la militancia. 
        Una de las herramientas claves  de la gestión ambiental, para la evaluación de proyectos, es la Evaluación de  Impacto Ambiental (EIA). La EIA es un instrumento de gestión pública, con base  en las políticas medioambientales preventivas que adoptan los gobiernos  nacionales, provinciales y locales. Es decir, es un procedimiento  administrativo, con la capacidad de proponer exigencias y responsabilidades en  los distintos niveles del propio Estado, y sobre todo, de los privados en su  accionar respecto al ambiente (Echechuri, Ferraro y Bengoa, 2002). Tiene por  objetivo la identificación, predicción e interpretación de los impactos  ambientales de un proyecto, así como también la prevención, corrección y  valoración de los mismos, con el fin de ser aceptado, modificado o rechazado  por las administraciones públicas competentes (Conesa Fernández Vítora, 1997).  Por su parte, el impacto ambiental “indica la alteración que la ejecución de un  proyecto introduce en el medio, expresada por la diferencia entre la evolución  de éste ¨sin¨ y ¨con¨ proyecto” (Gómez Orea, 1994:19). 
  Tanto los aspectos tecnológicos  como los sociales deben ser tenidos en cuenta en una EIA. En palabras de Héctor  Hechechuri, Rosana Ferraro y Guillermo Bengoa, la EIA debe basarse en el  conocimiento de los procesos tecnológicos que se producen en las diferentes  actividades económicas, sin desconocer los comportamientos o conductas sociales  de cada sociedad en un momento determinado (Echechuri, Ferraro y Bengoa, 2002).  En el mismo sentido, Domingo Gomez Orea enfatiza la importancia de adaptar los  proyectos a su entorno: “La racionalidad ambiental no se queda en la simple  reacción ante efectos negativos, sino que propicia aquellos proyectos más  afines con las características físiconaturales, culturales, sociales, estéticas  y económicas del medio en el que se ubica; un desarrollo, en suma, desde  adentro. En este sentido, que puede denominarse amplio, tan rechazable es un  proyecto porque produzca un impacto ambiental negativo demasiado alto, como  porque se plantee desvinculado de las aptitudes y actitudes, sociales y  naturales, de su entorno” (Gómez Orea, 1994, p. 27).
  
  Las diferentes asambleas  socioambientales surgidas en diferentes provincias del país, han expresado sus  reivindicaciones en las instancias de evaluación de impacto ambiental de los  proyectos cuestionados. Esto se vincula con la ya mencionada utilización de  discursos “ecoeficientes” por las propias organizaciones socioambientales. En el  caso de Mendoza, el primer conflicto por la instalación de un proyecto minero a  gran escala se inicia en el 2003, dando lugar a la organización de los “Vecinos  Autoconvocados de San Carlos”. Podría decirse que, para impedir el avance del  proyecto, se recurriós a un fundamento “conservacionista”: el proyecto estaba  en las cercanías de un área natural protegida (ANP) la “Laguna del Diamante”. Ante  la amenaza del avance de la megaminería en ese lugar, los vecinos apoyaron la  sanción de un proyecto de ampliación de esta reserva provincial, de manera que  el sitio del proyecto quedó dentro de la misma y, según lo establecido en la  legislación provincial, está prohibido realizar esta actividad en un ANP. Posteriormente,  la posible instalación de otros proyectos en diferentes departamentos de la  provincia, potenció la organización de algunos sectores de su población, que  actualmente coordinan actividades en la “Asamblea Mendocina por el Agua Pura”  (AMPAP), que es la asamblea en la que confluyen la mayor parte de los grupos  surgidos en defensa del agua y en rechazo a la megaminería en la provincia.  Estas organizaciones han llevado adelante sus reclamos ante estos  emprendimientos, por dos vías: por un lado, la institucional, formando parte de  las instancias de evaluación ambiental de los proyectos mineros, y por otra  parte, desde lo no-institucional, con su presencia en las calles, rutas y todos  aquellos espacios donde se realizaron debates en torno al tema.
  Desde lo institucional, AMPAP  fue invitada a formar parte del Consejo Provincial del Ambiente (CPA), órgano  que asesora a la Secretaría de Ambiente de Mendoza. La “Asamblea Popular por el  Agua del Gran Mendoza”, que forma parte de AMPAP, y la “Multisectorial de  General Alvear”, aceptaron la invitación. A partir de allí, estas  organizaciones pueden participar en la evaluación ambiental de los proyectos,  ya que el CPA es uno de los organismos que forma parte de la “Comisión  Evaluadora Interdisciplinaria Ambiental Minera” (CEIAM) que los evalúa y debe  emitir dictamen final al respecto. Esta Comisión, creada por el Decreto  provincial 820/2006 se puso en práctica con la presentación del Informe de  Impacto Ambiental de la etapa de explotación del proyecto minero “Potasio Río  Colorado” (PRC) (21).
  
  Es importante destacar aquí dos  hechos que manifiestan la interacción de las vías institucionales y no  institucionales del accionar de estas organizaciones.  Por un lado, el Decreto mencionado fue  emitido por el entonces gobernador de Mendoza, Julio Cobos, en un contexto de  creciente movilización social en torno a la actividad minera en la provincia.  Por otra parte, la evaluación ambiental del proyecto PRC finalizó con el  otorgamiento, por parte del gobierno, de una Declaración de Impacto Ambiental (DIA)  -el permiso ambiental para que el proyecto inicie su fase de explotación- con  más de 100 condicionamientos, por lo que el Consejo Provincial del Ambiente  manifestó su disidencia ante tal decisión de la CEIAM, constituyéndose en el  único organismo integrante de la misma que rechazó el otorgamiento de la DIA.  Sin embargo, esta posición no fue destacada en el texto de dicha DIA, siendo  que este Consejo es el único conformado por organizaciones sociales dentro de  los que integran la CEIAM. El resto son organismos del Estado, incluyendo el municipio  donde el proyecto planea instalarse, e instituciones científico-académicas. Al  ver invisibilizada su negativa al proyecto, las asambleas socioambientales y  otras organizaciones que conforman el CPA llevaron adelante sus  cuestionamientos mediante la organización de jornadas de debate y otras  actividades que buscaron difundir hacia el resto de la sociedad, los efectos  negativos del emprendimiento minero PRC. 
  
  Hay también otro hecho en el que  se evidencia esta relación institucionalidad-movilización social: la sanción de  leyes que limitan la actividad minera –siete en todo el país, incluyendo la N°  7.722/2007 de la provincia de Mendoza- fue respaldada por la movilización de  organizaciones socioambientales en cada una de las provincias que cuentan con  legislación de este tipo. 
  
  Sin embargo, como quedó  manifiesto en el otorgamiento de la DIA al proyecto PRC, estas vías  institucionales no resultan suficientes para canalizar todos los  cuestionamientos que estos movimientos realizan ante este tipo de proyectos.  Pero sí es importante destacar, que la crítica efectuada a los emprendimientos y  la generación de diversos espacios de debate sobre los mismos, por parte de las  organizaciones socioambientales, incidieron positivamente en mejorar las  instancias de evaluación ambiental. Por ejemplo, en el caso PRC, el proyecto  tomó estado público gracias al accionar de las asambleas mendocinas, cuyos  miembros incluso participaron de espacios de discusión sobre el proyecto en  otras provincias –Buenos Aires, La Pampa, Río Negro-. Su accionar, junto con el  del Comité Interjurisdiccional del Río Colorado (COIRCO), favoreció la  realización de cambios significativos en el proyecto que redujeron  considerablemente el impacto ambiental del mismo (22).
  Esta contribución a la  evaluación ambiental de estos proyectos puede ser realizada gracias a una  característica esencial de estas organizaciones socioambientales: la diversidad  de las personas que las integran, lo que les permite tener una perspectiva de  la actividad cuestionada –en este caso: megaminería- que va desde un  cuestionamiento técnico –ya que cada vez hay más profesionales que se integran  a este tipo de organizaciones- hasta un replanteo del modo de vida que queremos  y podemos tener si la intención es respetar los ritmos del resto de los  miembros y componentes de la naturaleza. En relación a la minería a gran  escala, Horacio Machado Aráoz (2009) destaca que esta actividad aparece en  nuestro país como parte de los nuevos dispositivos instaurados por el capital  global para la producción colonial del espacio, y se la vincula a la  colonización no sólo de los territorios, sino también, a través de éstos, de  sus poblaciones y formas de vida. De esta manera, la colonización de los  territorios se proyecta en la de las subjetividades e identidades colectivas.
  
  La confluencia de temas entre  los espacios de militancia y las discusiones en el ámbito académico, es un  fenómeno creciente. En este sentido, los Informes de Impacto Ambiental  presentados por las empresas mineras son, en general, de baja calidad, y las  autoridades ambientales no han sido capaces de revertir esta situación o de  actuar en consecuencia. Esto nos obliga, como profesionales de diferentes  disciplinas, a tomar parte en la evaluación, siendo nosotros mismos los  controladores de la calidad de los trabajos presentados por otros  profesionales. Desde algunos sectores científicos, ya se están generando estas  discusiones. 
  
  Como ejemplo de ello, en el  último número de la Revista “Ecología Austral” (23) –publicación de la  “Asociación Argentina de Ecología”-  en  la sección “Debate”, se abordó el papel de los ecólogos frente a los problemas  ambientales. Fueron desarrollados diferentes aspectos del problema, como la  divulgación del conocimiento a la sociedad y sus gobernantes, la participación  activa en la gestión de los recursos naturales (Gurvich, Renison y Barri,  2009), y la falta de utilización del conocimiento científico como insumo para  la toma de decisiones por parte de los funcionarios que administran los  recursos naturales (Paruelo, 2009). Otros temas abordados fueron: la posible  restricción  a la investigación por  parte del agente financiador y la aparente imagen de compromiso –no siempre  real- que podría brindarle a éste su vínculo con el sistema científico (Núñez,  Núñez y Morales, 2009), las limitaciones que suelen presentar las evaluaciones  de impacto ambiental que hacen las empresas y organismos involucrados, y el  necesario involucramiento de asociaciones científicas y técnicas en este  problema –a partir de la participación en las evaluaciones de informes y su  difusión, el apoyo a los técnicos estatales, y el inicio de acciones legales  contra aquellos profesionales y funcionarios que avalen informes de baja  calidad- (Donadio, 2009).
  Desde otras disciplinas,  vinculadas a las ciencias sociales, se ha generado un diálogo y trabajo  conjunto entre diferentes centros de investigaciones, respecto a la minería  transnacional y los movimientos socioambientales, por ejemplo, el que se ha  visto materializado en el libro “Minería Transnacional, narrativas del desarrollo  y resistencias sociales” (Svampa y Antonelli, 2009). Se trata de una propuesta  desde las ciencias sociales críticas, que cuestiona la transformación de las  universidades en verdaderas unidades de negocios, y que apuesta a retomar y  afirmar el rol crítico que debe jugar la universidad pública en la producción  social del saber  y en la discusión de  los temas que recorren nuestra sociedad, como los modelos de desarrollo  vigentes. “Cualquier propuesta que se plantee como alternativa o modelo de  desarrollo en una sociedad debe ser informado y sometido a discusión pública.  Éste no parece ser, sin embargo, el caso de nuestro país, donde tanto la  ciudadanía como los intelectuales y la comunidad universitaria solemos llegar  tarde a los debates, cuando la implementación de los modelos de desarrollo se  presentan como hechos consumados” (Svampa y Antonelli, 2009, pp. 26-27). 
  
  Incluso desde el campo  epistemológico, lo “ambiental” tiene mucho por aportar. Los científicos se  enfrentan a problemas introducidos a través de políticas, en los cuales es  común que los hechos sean inciertos, los valores estén en conflicto, los  intereses sean altos, y las decisiones urgentes. Las operaciones de la ciencia  normal (que se extendían del laboratorio de ciencia pura a la conquista de la  naturaleza, por medio de la ciencia aplicada), ya no son más adecuadas para  resolver los problemas sociales. Cuando los hechos científicos no determinan  completamente las conclusiones, las deducciones estarán condicionadas por los  valores del agente, por lo cual cobra importancia involucrar a círculos más  grandes de personas en los procesos de toma de decisiones. Para mejorar la  calidad de un proceso de decisión, es esencial la extensión de la comunidad de  participantes y perspectivas. Esta extensión de la comunidad de pares es  esencial para mantener la calidad del proceso de resolución de conflictos en  sistemas reflexivos complejos. Los criterios de calidad en este nuevo contexto  presupondrán principios éticos que serán explícitos, en algunos casos ellos  mismos disputados, y se transformarán en parte del diálogo (Funtowics y Ravetz,  1993). Cobran importancia así, las transformaciones institucionales que  permitan una administración trans-sectorial del desarrollo, la integración  interdisciplinaria del conocimiento y de la formación profesional y la apertura  de un diálogo entre ciencias y saberes no científicos (Leff, 2004).
  
  Como afirma Maristella Svampa,  “las nuevas generaciones universitarias se han ido formando en la disociación  entre saber académico y compromiso político, entre mundo universitario y mundo  militante, y ello en medio de la multiplicación de las barreras burocráticas  que habilitan el acceso a la carrera académica. Por otro lado, la inflexión  academicista favoreció la multiplicación de otras figuras del  investigador-intelectual, como modelos legítimos” del saber, que siembran de manera sistemática un manto  de sospechas sobre cualquier investigación que reflexione desde un  posicionamiento militante” (Svampa, 2007, p. 1). En consecuencia, Svampa  destaca la potencialidad del investigador/intelectual como anfibio, en el  sentido de hacer uso del habitus académico amplificándolo, politizándolo en el  sentido genuino del término (24).
  
  Una  posibilidad que se abre en este sentido, es disputar el contenido de ciertos  conceptos que han sido utilizados para legitimar procesos y hechos, y que como  consecuencia han sido vaciados de contenido, como, por ejemplo, el de  “desarrollo sustentable”. Las organizaciones socioambientales han demostrado  que el accionar de muchas empresas está lejos de ser “sustentable”, si  consideramos que este término no sólo incluye el desarrollo económico, sino  también la equidad social y la sostenibilidad ecológica. Ante el uso de  denominaciones tales como “minería sustentable”, tanto desde las organizaciones  cómo desde el sector científico, debe dotarse a este término del contenido que  realmente ponga en evidencia si es pertinente su utilización para “adjetivar”  determinada actividad. Como resalta Eder Carneiro, la crítica de la ideología  del desarrollo sustentable puede ser vista como una de las tareas  teórico-prácticas fundamentales del presente. Conducida con rigor, esa crítica  demuestra que, si deseamos de forma realista la edificación de una civilización  humana ecológicamente sustentable, tendremos que construir otra forma de  reproducción social que sea compatible con la naturaleza limitada que tenemos a  disposición. Lo que parece del todo imposible es realizar, en la práctica, la  abstracta contradicción en los términos expresada en la fórmula de un  desarrollo capitalista ecológicamente sustentable (Carneiro, 2005). 
  
  También  hay conceptos que, como el de “socioambientales” y el de “bienes naturales  comunes” –contrapuesto al de “recursos naturales”- se han originado por lo que  Lenton denomina “generación inversa”. Nos referimos, parafraseando a Lenton, a  la delineación de un concepto desde la propia militancia. Es decir, un  concepto, altamente pertinente para la disciplina, en sintonía con discusiones  contemporáneas que le son propias, es traído a la palestra, principalmente, por  iniciativa de los otrora objetos de estudio (Lenton, 2008) (25).
        4. Reflexiones finales
        Los  conceptos y teorías que marcaron el debate en torno a los movimientos sociales  y el conflicto han ido cambiando de la mano de los procesos históricos que los  han influido. Cada movimiento, generó así nuevos interrogantes, nuevos planteos  y nuevas dimensiones del conflicto, que se trasladaron a su análisis desde el  campo científico. La teorización sobre este fenómeno no ha sido sencilla, y no  lo es en la actualidad, ya que, si bien existe abundante bibliografía sobre el  tema, la dificultad de aplicar conceptos y teorías a los procesos que los  movimientos actuales están viviendo en el presente, demandan a su vez una  innovación en este campo.
          
  Además  de su renovación, se necesita también una mirada propia sobre nuestros  movimientos sociales. Los países latinoamericanos, tenemos una historia  compartida en muchos aspectos, pero también somos diversos, y nuestra mirada  dependerá del lugar desde donde –y en donde- analizamos el conflicto.  Parafraseando a Arturo Roig, América Latina tiene una diversidad que le es  intrínseca. “Todo se aclara si la pregunta por el ¨nosotros¨ no se la da por  respondida con el agregado de ¨nosotros los latinoamericanos¨, sino cuando se  averigua qué latinoamericano es el que habla en nombre de ¨nosotros¨ (…). Lo  fundamental es por eso mismo tener claro que la diversidad es el lugar  inevitable desde el cual preguntamos y respondemos por el ¨nosotros¨ y, en la  medida que tengamos de este hecho una clara conciencia, podremos alcanzar un  mayor o menor grado de universalidad de la unidad” (Roig, 2009, p. 21).
  
  Traemos  a colación esta afirmación de Roig, porque es importante también considerar que  estos trabajos tendrán la impronta de cada país, de cada región, de cada lugar  desde el cual escribimos y de cada organización cuyo accionar relatamos. 
  
  Los  conflictos se multiplican, y los movimientos se articulan, con sus expectativas  y limitaciones. Asimismo, desde el campo académico, también avanza el  intercambio de análisis e investigaciones sobre estos procesos. A través de la  historia, los conflictos y los movimientos sociales han sido percibidos y  analizados de diversas formas: criminalizados, destacados por su “vitalidad”,  ignorados y/o invisibilizados. Podemos encontrar actualmente, estas diversas  “miradas” coexistiendo en torno a los conflictos y movimientos contemporáneos. 
  
  En  relación a lo antes mencionado, el denominado “ambientalismo” está  auto-cuestionándose y/o siendo cuestionado por organizaciones que no quieren  ser reconocidas bajo ese término. Se presenta así una interesante posibilidad  de re-significar lo “ambiental”, resaltando el contenido sociopolítico  inherente a esta problemática, destacando que el ambientalismo va mucho más  allá de las corrientes conservacionistas y/o ecoeficientes que instalaron la  idea hegemónica de un ambientalismo alejado de las problemáticas de las  comunidades que sufren los impactos “ambientales” de los modelos de desarrollo  que les son impuestos. 
  
  Esta  discusión se da en el marco de los debates sobre la necesidad de incorporar  nuevas miradas, de democratizar la toma de decisiones, de legitimar tanto el  conocimiento como el saber, y el significado como el sentido, que no se dan  sólo en las organizaciones que surgen de los conflictos socioambientales sino  también al interior del mundo científico académico. Desde diversas disciplinas,  cada vez se hace más difícil ocultar las divergencias entre quienes siguen  apostando a una ciencia moderna donde la decisión queda en mano de los  expertos, y quienes creemos, parafraseando a Funtowicz y Ravetz, (1993) que no  sólo debe hacerse ciencia para la gente sino ciencia con la gente. 
  
  La  problemática socioambiental, y los conflictos que de ella se desprenden, nos  involucran a todos, desde el lugar que cada uno de nosotros ocupa en esta  sociedad. Los movimientos socioambientales llevan años denunciando las  irregularidades e injusticias cometidas por ciertas actividades, y se hace  necesario que el sector científico se involucre para llevar certezas a donde  existe incertidumbre y, donde esto no sea posible, incorporarla a través de una  mayor participación social.
  Si  no somos capaces de hacer llegar a la gente nuestro lenguaje, e incorporar los  aspectos políticos y éticos en la gestión ambiental, los procedimientos de  evaluación de impacto ambiental, al igual que ciertos términos, como el de “desarrollo  sustentable”, quedarán vacíos. Es decir, además de conceptos vacíos, habrá  procedimientos vacíos, que permitirán, una vez más, que las decisiones que nos  involucran a todos sean tomadas por unos pocos, en base a argumentos por ellos  legitimados.  
        Es en este marco en el que el ambientalismo  deberá traer a la luz el componente social y político inherente a esta  problemática, para que ya no sean necesarias las categorías como  “socioambiental”, sino que lo ambiental “se socialice” a través de su propia  práctica.